viernes, 19 de febrero de 2010

Pirómano


José María Aznar ha dicho en la Facultad de Económicas de la Universidad de Oviedo que Zapatero es un pirómano, un tipo que se ha fundido este país. Apela al desastre como los pirómanos al fuego, ese fantasma rojo que purifica al mismo tiempo que deja tan sólo el rastro de la ceniza. Mientras tiembla el misterio de la Bolsa y estalla la economía española en el «Financial Times», Aznar juega con fuego en la vetusta ciudad de Oviedo como un diminuto y ridículo Maquiavelo dispuesto a levantar el dedo, encender la cerilla, quemar el foro y sonreír a los enemigos con el bigote torcido. Siente nostalgia del caudillismo y los regímenes fuertes. Aún defiende el liberalismo salvaje para solucionar la depresión actual y está convencido de que la economía se levanta espoleando la ingle de los trabajadores. Quizás es Aznar el pirómano que disfruta contemplando a los socialistas achicharrándose como boquerones en el Congreso de los Diputados. Sabe que la solución final consiste en no dar soluciones. Y todo esto que sucedió ayer, entre gritos y abucheos propiciados por la joven algarabía de la izquierda, nos invita a pensar en José María Aznar.
Al presidente del Partido Popular siempre se le valoró por su crueldad antes que por su tibieza. A los españoles siempre nos gusta un gobierno con cierta leyenda negra. Un tipo mediocre que esconde una mano de hierro tiene mucho misterio y eso nos interesa, qué se le va a hacer. Tengo la impresión de que Aznar fue un gobernante frágil, torpe y provisional que supo hacerse con el poder a través de la experiencia y, lo más importante: también fue capaz de desprenderse del cargo, sin por ello dejar de morder en la yugular como un perro implacable. Sin embargo, su soberbia y ese gesto pétreo y hermético que sólo se descompone cuando le da por la ironía, nos descubren que su mayor pecado es tomar a los españoles por simples analfabetos.
Asegura haber leído a Ortega, cree comprender a Ortega. Yo no lo veo así pero, gracias a este tipo de confesiones, hemos descubierto que el mayor peligro para la democracia es confiar a un político el mensaje de un filósofo. La vieja derecha de los escudos y los ducados, los bancos y los caballos, dio paso a través de José María Aznar a la moderna derecha de los inspectores de Hacienda y los registradores de la propiedad, transformada ahora en oscuros testaferros y aspirantes a concejal. Las nuevas generaciones, más violentas y anacrónicas, buscan el Ferrari a través del escaño e invocan a los mitos del fascismo sin haberlos leído. En esa mitología errada han consagrado a José María Aznar, que con una pose entre castiza y hitleriana prende la mecha del guerracivilismo todas las mañanas.
Hubo un tiempo en que la derecha recién refundada por Aznar pretendía parecer moderna, progresista, liberal. Curiosamente, no pasó de ser la calderilla de un vaquero tejano que gobernaba el mundo con las botas puestas encima de la mesa.

viernes, 12 de febrero de 2010

Palabras para Carla


A veces, desaparezco en la escritura, me demoro en las palabras. Quizá la literatura sea eso, una analogía de la vida dentro de la vida, la resurrección de la idea sobre un pentagrama repleto de signos y tipografías hormigueantes. Se lo explico a Carla, mi sobrina, que apenas tiene un año y medio y no comprende nada o finge que no comprende. No sé.
Yo la contemplo como un hermoso fragmento dorado, sin tiempo ni amenaza. Carla es en esta columna la representación más fiel de la vida, ahora que comienza a abrir su mirada al paisaje, a los hombres, a las cosas, ahora que distingue mi rostro de un dibujo animado, ahora que juega y me señala. Gracias a ella aprendo que el mundo es todo lo que está fuera. Por eso coge cosas del suelo, escala sillas, se encara con las musarañas. Todo lo que es nuevo la fascina, lo devora y lo asimila.
Me abandona por el mundo de los objetos y yo me convierto ante sus ojos en otro objeto con el que ríe, juega y disfruta. También soy el camarada que explora con ella la oscuridad del pasillo, escudriña rincones, deposita su memoria y su confianza. Cuando paseo con Carla, me siento un desterrado del futuro. Ahora comprendo que le pertenece a ella. Comprendo que el porvenir está dormido en un niño; todo se hace instante, presente inmediato, gota de agua, tiempo vívido e impensado. De modo que es inútil meditar sobre el futuro: a su lado, me siente exiliado del porvenir.
Será la razón, el orden, el paro los que me distancian del niño que fui y me acercan a un presente azaroso y corrupto que sólo se despeja ante los ojos de Carla. Por eso vuelvo a ella, porque me devuelve a un mundo sencillo, doméstico, manejable. Carla no tiene programas, se incorpora inmediatamente al clima, todo le sonríe. Y con sus pasos menudos va tomando el planeta, entre caricias crueles y tiernos arañazos. Consigue que su gesto sea una noticia. Todo en ella es violenta actualidad. Ha convertido el hogar en un bosque donde las cosas cobran vida, actúan con ella, la necesitan, mientras que uno ha pasado a formar parte de otras noticias. Entonces descubro que un snob es un niño dentro de un abrigo de Ives Saint-Laurent, un sucedáneo de niño, una mala copia de un niño que busca ansiadamente lo nuevo, cuando lo nuevo sólo se descubre si uno es realmente un niño, si uno es Carla reduciendo constantemente el mundo a una pelota.
Me gustaría volver a sentir ese cuajarón de existencia que el lenguaje me ha robado y participar del idioma de la fruta, del lenguaje manual de la cuchara o de la manta. Y observo que en ella comienza a penetrar el idioma del tiempo. Descubro al animal que dialoga con toda la guturalidad del lenguaje incipiente, tan rudimentario, tan eficaz y tan simple. La sorprendo adentrándose en la profundidad de la mañana, encendiendo breves palabras como leves luminarias.

sábado, 16 de enero de 2010

Haití


Al oeste de la Española comienza la pesadilla, donde la tierra se abre y se traga a sus propios muertos. El terremoto de Haití nos ha devuelto al infierno de Dante. Puerto Príncipe está cubierto por una densa manta de sangre y polvo. Miles de personas permanecen atrapadas en los escombros y otras tantas deambulan por las calles después de haberlo perdido todo. El miedo y el terror, la rabia y la angustia, se extienden como una epidemia sobre la ruina.
La pobreza atrae la catástrofe, pero aun así, no puedo dejar de pensar que somos frágiles criaturas rodeadas por un mundo de hechos hostiles que amenazan constantemente nuestra vida. Cuanto más profundizamos en ese mundo, más débiles nos volvemos. Cien mil muertos y trescientos mil heridos son las víctimas que los periódicos se han apresurado a pronosticar un día después de la tragedia. Nos servimos de los números para poder especular sobre la muerte. Nos aferramos a ellos para encontrar una explicación vacía de la hecatombe. En definitiva, buscamos una estadística que trate de ganarle la partida al azar. Sin embargo, es una catastrófica ironía y no una estadística, la que explica un terremoto que nos provoca una tristeza inefable.
El derrumbamiento de la capital de Haití nos recuerda la posibilidad de ser víctimas del Caos. No hay imagen más representativa del Caos que la fotografía del Palacio Presidencial completamente en ruinas. Sin electricidad, sin comunicaciones y sin hospitales, los supervivientes de la capital se mueven rodeados por la nada, un auténtico vacío que la ayuda internacional tratará de rellenar a base de humanitarismo antes de que la peste de los cadáveres acumulados por las calles se extienda por toda la isla.
La pesadilla puede adoptar cualquier forma: una bomba atómica, un desastre ecológico, una guerra devastadora o el súbito resquebrajamiento de la Tierra; en definitiva, un suceso que evidencia la muerte de una sociedad y la victoria del Caos. Lo cierto es que Haití se ha convertido en un museo de la muerte, un perfecto simulacro del Mal, a cientos de kilómetros de Occidente. Cobran sentido aquellos versos del Eclesiastés cuando uno contempla las imágenes desoladoras del televisor: «El simulacro no es lo que oculta la verdad, es la verdad la que oculta que no existe. El simulacro es verdadero».
Hasta hace dos días, Haití era un país olvidado que había sucumbido a la corrupción, las dictaduras y la hambruna. El terremoto se ha expresado en los medios como un castigo divino y también como una purificación, una manera de expurgar su pasado y la posibilidad de ser otra vez solidarios. Lo cierto es que sin catástrofe no hay noticia en el negocio de la información, el mismo negocio en el que nos observamos, nos explicamos y realizamos; sólo mediante la sorpresa se construye un titular que se extienda por todo el mundo y sin catástrofe no hay posibilidad de sentirnos realmente humanitarios. Ambas situaciones dibujan una desesperante dialéctica entre el bien y el mal, una arquitectura que se destruye para volver a ser construida.

viernes, 8 de enero de 2010

Días mejores


Rick Blain vestía su soledad con una gabardina gris. Siempre fue un sospechoso habitual que pasaba las noches abrazado a una mujer perfumada por la traición y la avaricia. Me gustaba hablar con Rick porque ya no guardaba ninguna esperanza en su lento y rutinario porvenir y, sin embargo, podía dar la vida por ti. Blain se hacía pasar por Philip Marlowe, aunque otros también lo conocieron como Sam Spade. Algunos aún lo recuerdan como un pobre y viejo borracho con el hígado escabechado.En cualquier caso, firmaba sus películas como Humphrey Bogart y se comportaba como un héroe triste y duro que clarificaba a Sartre y a Camus delante de una cámara. Todos ellos eran el mismo hombre solitario, pobre y peligroso y, sin embargo, lleno de simpatía por la gente. Resulta curioso pensar que Europa comenzó a escribir novelas existenciales cuando América ya había inventado muchos años antes a un detective desahuciado de California o a un extranjero atrapado en Casablanca.
Junto a Bogart, uno siempre sabe que a una historia de amor la sucede el cadáver de una mujer o el comienzo de una buena amistad. Disfruto con «Casablanca» porque me divierten la avaricia de Ferrari y el cinismo de Renault. Gracias a esos tipos, he llegado a la conclusión de que una película nunca puede ser mala si sus protagonistas se apellidan como un coche. Nos gusta «Casablanca» porque no ha sufrido el contagio de la rutina, porque otorga a la derrota la dignidad de lo desconocido, porque nadie expresó mejor la náusea del siglo XX exhalando el humo denso de un cigarro. Ya no lucho por nada, excepto por mí mismo, me dijo la otra noche, mientras me ofrecía un salvoconducto por el que todo el mundo mataba. Ojalá todos los amigos fueran así.
La última noche de Reyes la pasamos bebiendo en su apartamento. A Rick no le gusta recordar su infancia, porque asegura que es el único regalo que el tiempo aún no ha mancillado. Yo también recuerdo la mía. Mi memoria se revuelve recordando los partidos de fútbol sobre una cancha alquitranada y bajo los palos oxidados de una portería cuyas marcas el viento y la lluvia ya han borrado. Pero ahora la emoción de aquellos días ya no es algo nuevo, sino algo conocido que regresa convertido en un viejo fantasma del pasado que nos visita cada noche de Reyes Magos.
Con la botella vacía, Rick volvió a repetir que el cine es el único arte capaz de convertir a una pobre prostituta en una honrada mujer dispuesta a salvar al mundo de todas sus miserias. De alguna forma, nosotros amábamos a ese tipo de mujeres que siempre nos traían problemas. Por la misma razón, siempre escapábamos de aquellas otras que se esforzaban en ser discretas. Completamente borrachos, derribados pero nunca destruidos, nos subimos al piano de Sam. Guiados por su melodía, volvimos a navegar sobre viejas historias que el alcohol había resucitado. En la noche de Reyes, qué mejor que engañar a las horas esperando disfrutar de días mejores.

martes, 5 de enero de 2010

Tino Vetusta: «Por absoluta vanidad, un librero de viejo aspira a tener todos los libros del mundo»


No hay melancolía en sus palabras ni tampoco el barniz de la nostalgia, pero lo cierto es que el librero de viejo Constantino Gómez (Tino Vetusta) abandona Gijón en unas semanas rumbo a Madrid. A más de uno se le revolverá la memoria de gratos recuerdos, conversaciones fértiles e inútiles y el perfil de un hombre de buen dejo, afable y diletante, que regentó una cueva atesorada de libros. Es el momento de la despedida.

-A medida que transcurren los años, ¿uno necesita desprenderse de los objetos para ser más feliz?


-Todos tendemos a dotar a los objetos de un sentimiento. Se trata de un sentimiento bastante elaborado, aunque sólo sea por el tiempo. En los libros, el soporte sentimental es un adorno mal digerido que forma parte del estatismo proclive de las personas. Mientras no estorban, los libros permanecen en las estanterías, aunque yo diría que estorban a los nuevos libros que aún están por llegar.

-¿Esta librería ha estorbado a alguien?


-Esta librería no estorba, pero sí perturba o, al menos, inquieta, porque no ha sido comprendida. Tampoco la intentaron comprender quienes se acercaron a ella. Uno se da cuenta de esto por las expresiones de la gente cuando contempla su escaparate. Pienso que el vecino que transita la calle de La Merced se incomoda porque cree equivocadamente que este lugar es un templo o un lugar un tanto esotérico, regentado por un tipo que no es de fiar. Por eso no traspasaron el umbral del conocimiento que les hubiera dado otro tipo de relación personal con la misma.

-¿Será cierta desidia de la ciudad?

-Pienso que puede ser ignorancia. Una de las condiciones más terribles del ser humano es su ignorancia. La especulación, la curiosidad y el meter la nariz donde no te importa, empujado por el acicate de ver qué es lo que hay al otro lado de una puerta, queda castrado por la conciencia plana de los individuos que se sienten confortados en la ignorancia. Por eso, sufren con esta librería una indiferencia incómoda, lo que no deja de ser una curiosa contradicción. La librería de viejo fue recibida con el desdén que provoca la desidia, la vejez y el abandono. Un policía me dijo en una ocasión «al menos, es mejor que andar robando».

-Madrid abre una nueva puerta.


-Marchar de aquí es una purificación personal. Sin abandonar del todo la profesión, me atrae la idea de empezar de cero, siguiendo la ruta profesional marcada desde hace más de treinta años. Esta expectativa me produce un enorme placer. Con sesenta años (soy consciente de la edad que tengo, no soy tan imbécil), física y mentalmente no me veo con esa edad.

-¿Gijón es un capítulo excesivamente releído por Tino Vetusta?

-A tal extremo que ya conozco su final. Los lectores de novelas, tanto policiacas como amorosas, llegan a un momento de su lectura en el que sólo ansían el final. El final aquietará al lector. Gijón perdió interés para mí porque ya llegó a su fin.

-¿Hubo muchas erratas en esa lectura de la ciudad?


-No hay texto sin erratas. Todos los textos las tienen. Defiendo que lo mejor de las personas son sus imperfecciones. A las personas que amé, las amé por sus defectos. Quién podría vivir con una mujer perfecta.

-¿Cuáles han sido sus mayores imperfecciones?

-Lo tendrían que decir otros. Hay quien asegura que uno aprende de sus errores y mi mayor acierto ha sido aprender de todos ellos. Honestamente, cometí más de un fallo: por un exceso de timidez o de pudor, no he sabido darme a conocer a los demás. Fingí exageradamente algún aspecto negativo, sin duda, para preservarme del daño que pudiera sufrir y, la verdad, no me salió bien. No supe mostrar quién era y, naturalmente, no me supieron comprender. Todos nos formamos un personaje, no para mostrarnos, sino para escondernos. Hay una pose necesaria en todos los individuos: una pose para beber, otra para fumar, otra para vivir. Creo que la mía nadie la entendió.

-El primer Gijón de Vetusta es noctívago y canalla.

-Absolutamente. Siendo joven, tuve la suerte inmediata de disponer de dinero. Era una especie de aval para el divertimento. Si luego me acompañó cierta gracia expositiva y una galanura personal, estaba obligado a ser un canalla nocharniego con suficiente irresponsabilidad y bastante bebida, que disfrutaba de las discusiones acaloradas y, por supuesto, estériles, como toda buena discusión. Quizá tuve más novias de las deseadas.

-Y se pasó mucho tiempo transitando de hotel en hotel.

-Fui un bebedor incontinente. En el fondo, había mucha disconformidad conmigo mismo. Descubrí una manera de atenuar la indignidad que produce el alcohol, escondiéndome en los hoteles. Una de las trampas que uno se hacía a sí mismo, muy grata, por cierto, consistía en ir a un hotel y vivir allí un tiempo indeterminado. Entonces no tenía la referencia de los otros, ese lado, según mi concepto, acusatorio que tenemos todas las personas.

-¿No temió convertirse en otro mueble de hotel?

-El hotel es un reducto de acogimiento casi materno, al menos, pacífico, y era lo que buscaba y encontraba entonces. La gente de los hoteles es absolutamente neutra e indiferente en el trato y, en algunos casos, complaciente e incluso comprensiva. Respecto a las habitaciones de los hoteles, me sucede lo mismo que con los libros. Cualquier objeto que ha usado otra persona me obliga a preguntarme quién la utilizó antes que yo. Qué sucesos trágicos o amorosos sucedieron en ella. Lo mismo me sucede con los espejos: cuántos ojos se reflejaron en ellos.

-¿Cuándo necesitó quitarse el gabán del santo bebedor?


-Dejé de beber radicalmente, no por propia voluntad, porque mentiría, sino por obligación. Recuerdo que la última resaca duró tres días. Prometí entonces que no volvería a beber. Ya sabe que un alcohólico no puede volver a beber. Yo lo sabía. Y hasta hoy. De todos modos, no percibo que haya vivido en un submundo. Yo no lo llamaría así. Se trata de algo más personal y en ningún caso circunstancial, porque el alcohol te conforma en muchos sentidos, negativos siempre. Los literatos hablan del poder creativo de la bebida y de las drogas y todos reconocen después que aquello que dijeron era falso. Estoy seguro de que Bukovski sería el mismo genio sin los efluvios del alcohol.

-Tino Vetusta es todavía el único librero de viejo de Gijón.

-Un librero de viejo aspira a tener todos los libros del mundo y ser el único del mundo. No porque le reporte más dinero, sino por absoluta vanidad. Es un hecho muy borgiano, quizá porque Borges fue bibliotecario, una manera distinta de ser libero de viejo. Por otra parte, el librero de viejo tiene un sentido cinegético muy acusado y un sentido aguzado de la seducción para conseguir algo, en este caso, un libro, aunque lo más paradójico de todo es que un librero de viejo comienza con diez mil pesetas y ningún libro y termina con diez mil libros y ninguna peseta.

-Se despide de Gijón sin ningún rencor.

-Nunca tuve rencor ni tampoco envidia. No son buenos compañeros de viaje, porque sólo suponen inconvenientes en el camino. La envidia, el resentimiento, el odio o el rencor generan necesariamente un malestar espiritual para conmigo y para los demás. Entonces, lo eludo, aunque sólo sea por comodidad.

-¿Está preparado para las despedidas?


-Uno nunca se despide. No vine, luego no me voy. Yo recalé en esta ciudad por obligación. Nunca nos hicimos el uno al otro. Ella no fue una buena novia o yo no la supe cortejar. En cualquier caso, la despedida no es ni añorante ni rencorosa. No tendría que despedirme de la ciudad, sino de personas singulares. Tampoco existe desagradecimiento, porque viví dignamente en Gijón. Pero los dos debemos reconocer que la relación de tú a tú no fue muy fructífera y, si lo fue, en todo caso, lo sería para ella y no para mí. Pero si me encontrara a un extranjero, le diría que viniera, que disfrutara de su paisaje y de sus vecinos y que escapara de sus restaurantes.

jueves, 31 de diciembre de 2009

Cuento de navidad


El viejo Dixie nos contaba historias de boxeo a la salida del gimnasio con entusiasmo. «La pelea contra Mohamed Alí fue durísima. Julius noqueó a Alí en el octavo asalto, pero aquel negro se levantó como si nada lo hubiera tocado. Aquello fue un castigo mutuo hasta el decimoquinto round. Después Alí lo derribó tres veces y, finalmente, Julius perdió por knock-out en el último asalto; fue una pena porque en este barrio nuestro Julius ha sido un campeón sin corona. La única forma que tuvieron de hacerle besar la lona para siempre fue disparándole por la espalda un buen escopetazo. Se lo cargaron con treinta y tres años, pobre chico. Muchos opinaron que había muerto a la edad de Cristo. Qué estupidez más grande».
Dixie enseñó a los chicos que escapar del dolor es una reacción natural, pero si eres un boxeador debes ir a su encuentro. Retorcido como un perro en la esquina del cuadrilátero, Ringo recordó las palabras pronunciadas por Dixie, cuando le preguntó por qué Rocky Marciano nunca había conocido la derrota. «Rocky iba siempre al encuentro del dolor, muchacho». Ringo, el mejor boxeador que ha dado el club en mucho tiempo, también acudía siempre al encuentro del dolor. Cayó sobre la lona de otro cuadrilátero a muchas millas del Madison Square Garden y nunca llegó a ser Rocky Marciano, pero en la pandilla lo quisimos como a un héroe. No conoció el triunfo, pero siempre nos hizo soñar.
Nadie se acuerda del tipo que venció a Ringo aquella noche, pero Dixie nunca olvidará la tristeza que sintió al ver a uno de sus chicos caer al suelo como un juguete roto. En momentos como ese, cuando te están castigando los costillares sin piedad, uno no suele pensar en Dios. Pero Ringo pensó que Dios no existía durante los tres primeros asaltos. En el siguiente round también pensó en lo insignificante que un hombre podía llegar a ser fuera del cuadrilátero y lo bueno que sería no sentir aquella paliza. Sin dolor todos seríamos tan perfectos como una cucaracha. Auténticos supervivientes de la bomba atómica. Esa podía ser una gran ventaja, pero entonces no habría boxeo. Superar el dolor, sobrevivir a una bomba. Allí estaba Ringo, al encuentro con el dolor, como le había dicho en una ocasión el viejo Dixie.
Sobre el cuadrilátero todo son franjas horizontales. Te sientes ajeno a los gritos del público y el mundo parece tan simple que lo reduces a unas cuantas normas de boxeo. Pero todo es más complicado fuera del ring. Los matones de Borsalo se presentaron en el vestuario antes del combate. Dejaron en su taquilla cuatro mil dólares guardados en una bolsa de plástico, perfectamente empaquetados en billetes de cien. Ringo no se molestó en contarlos. Se curó las heridas y después se despidió del viejo Dixie, como hacía cada tarde, con un fuerte abrazo. Los copos de nieve cayeron con sigilo. Los muchachos, apostados sobre el muro del gimnasio, saludamos a Ringo tras su última derrota y el ala negra de un grajo cruzó el cielo vacío del barrio.

viernes, 18 de diciembre de 2009

Maldito


Los antiguos romanos escribían sobre plomo sus maldiciones. Invocaban a Saturno y enterraban en el lodo sus misivas. Como un boxeador malherido y desdentado, como un diablo al que le han hecho una libreta en la cara, así recordamos al último Berlusconi a quien, últimamente, todo le sale mal. Su mujer se divorcia, la Iglesia le niega, la justicia le persigue, la mafia le desprecia y los gazzeteros de La Republica le acorralan como buitres ávidos de carne podrida.
La bota que pisa el Mediterráneo está gobernada por mamachichos y fascistas que sucumbieron a los encantos de un muñeco de cera. Pero ahora Berlusconi viste traje de preso en la casa del odio: es un hombre maldito. Sin embargo, no ha sido una maldición pero sí un loco, quien ha retocado el rostro de Il Cavaliere. Quizá sea necesario el ataque de un perturbado para reconocer el verdadero rostro de otro, aquel que ha enterrado la política en el cementerio romano de los poetas y convertido el Quirinal en un plató de televisión regido por los índices de audiencia. Dice Jodorovsky que todos tenemos un loco dentro, un ser capaz de perder el hilo que le une a la razón y desconectarse del mundo de la cordura. Asegura que un loco es un tipo incapaz de convivir con los demás en el surco del sistema. Después de esto, ya sabemos quién es en Italia el loco.
A Berlusconi lo tenemos fichado desde 1994, año en el que entra definitivamente en la política, cuando la vieja clase dirigente se disuelve bajo el empuje de Manos Limpias y el personal enloquece con el Milan, Tassoti y todo lo nuevo. Y todo lo nuevo, que realmente ya era entonces bastante viejo, es Berlusconi, uno de los más beneficiados por el antiguo régimen. Para conquistar a los italianos, Il Cavaliere sólo necesitó un equipo de fútbol que ganara ligas, rodearse de cámaras y, sobre todo, manejar un lenguaje alejado del discurso político habitual que, como todo fascismo, simplemente camufla la nada. Decía el periodista Indro Montanelli que Belusconi era «un Gran Gatsby a la italiana, sin tragedia y sin suicidio» y con todo el espectáculo de la televisión, abría que añadir, donde todo es creíble porque todo es una farsa.
Hasta ahora, el italiano concebía su país como una gran audiencia. Después lo ha intentado con Europa, presentando a veinticinco jais de revista a las últimas elecciones europeas, pero de ahí sólo ha conseguido un culebrón escrito por un pésimo guionista y un divorcio a la italiana. La vieja izquierda, desde Prodi a D´Alema, pasando por Bertinotti, no ha sido capaz de gobernar desde la razón, el interés práctico y el socialismo. O sea, que los italianos no quieren saber nada de política. O es que la política, tal y como cree Berlusconi, es también otra mentira insostenible que, como todas las mentiras insostenibles, es la que mejor se sostiene para que el viejo Cavaliere siga siendo presidente.

viernes, 11 de diciembre de 2009

El caso Haidar


A veces, toda la borrosidad de la actualidad se organiza en un rostro. Un rostro de mujer en la primera página de los periódicos, un rostro de mujer en la pantalla del televisor. Todo el desorden del tiempo, ya digo, adquiere unidad a través de las facciones precisas y particulares de una persona. La actualidad política del mundo nos ofrece la cara de Aminatu Haidar, la activista saharaui que mantiene una huelga de hambre desde hace 26 días en el aeropuerto de Lanzarote, tras ser deportada ilegalmente por el Gobierno marroquí.
Haidar está convencida de que Marruecos podría ceder y admitir su regreso a El Aaiún ante las presiones internacionales. En cualquier caso, su intención es regresar viva o muerta a su casa. El caso es que la muerte de una mujer se podría convertir en la vara de medir de la diplomacia española. Dicho de otro modo, si Haidar no lograra su propósito, encontraríamos en su fallecimiento toda una identificación, un motivo que nos haría dudar de la eficacia del Ministerio de Asuntos Exteriores y de la Unión Europea .
La mujer saharaui ha puesto en evidencia la aleación de interés y violencia que mueve la política internacional española con su vecino del Sur, por mucho que nos empeñemos en defender la Alianza de las Civilizaciones. Tras la muerte del rey Mohamed V, Marruecos aspiraba a ser una monarquía parlamentaria como lo ha sido la española. Pero los cambios en el país chocan con un sentido de la vida supersticioso que consigue convertir cualquier atentado contra el nacionalismo y la tradición en una puñalada contra su destino. Detrás de la Constitución marroquí, sus sucesivas reformas y todos los tratados internacionales que ha firmado la monarquía malikí sobre derechos humanos, sólo existe una concepción ideológica, casi mística, del poder en manos de su rey, de la que España ha sido cómplice desde la histórica marcha verde que convirtió a Hassan II en algo más que un rey.
El desastre de Annual, el desembarco de Alhucemas, el año 21, fueron nuestra historia viva y caliente del pasado siglo español en Marruecos. La humanidad violenta y sangrante, los guerreros sonrientes. Hasta la deportación ilegal de Aminatu Haidar, España tenía una visión de Marruecos salvaje y montaraz, cuando se conocía el cierre de un periódico, o ridículamente turística, cuando uno contemplaba una postal de Marrakech. En ambos casos, los españoles habíamos olvidado la lucha que mantiene el Frente Polisario desde el Sahara, las torturas, violaciones y deportaciones ilegales que han salido nuevamente a la luz, sumándose a las que ya fueron denunciadas en otras ocasiones. Por mucho que el Gobierno español y el marroquí traten de ocultar quién es víctima o culpable en este asunto, la opinión pública española desea conocer con mayor nitidez cuál será el futuro último de Haidar. El ministro Moratinos y la diplomacia europea saben muy bien cómo solucionar este asunto. Hay más posibilidades de enfrentarse eficazmente a lo que pasa si las palabras lo identifican y acotan con limpieza, aunque Montaigne nos dice que cuando algo se conoce con exactitud, la palabra exacta resbala de la boca.

viernes, 4 de diciembre de 2009

Tino Vetusta


Dice Cioran que el hombre es un tipo impresentable. Con esta frase, el escritor rumano firma una enmienda a la totalidad del Universo, expresando sin pudor el rubor que produce la existencia. Pero también encontramos ese mismo rubor en Quevedo. Contra el lenguaje apergaminado del imperio, contra la costumbre chabacana de vivir, entonces y ahora, surge el idioma de Quevedo, que lo pone todo patas arriba, como si se tratara de un escritor nuevo. En la prosa y las sátiras de don Francisco descubrimos que el hombre también es un impresentable, pero alcanza una visión más íntima de las cosas cuando asegura ser «un fui y un será y un es cansado». Este cansancio de ser anuncia todo el existencialismo europeo. Es el intimismo triste de un castellano adelantado a cuatro siglos.
Mi viejo amigo Tino Vetusta está cansado y se va a Madrid. Gijón se ha convertido en un capítulo de su vida demasiado conocido, cruelmente repetido, un tiempo angustiosamente exasperado, que reclama su fin. Quizá poner tierra de por medio es la mejor opción cuando uno se siente un fui, un será y un es cansado. Pienso que cuando uno frisa los sesenta años de edad inicia una especie de meditación de su tiempo interior, una revisión equivocada y resplandeciente de todo aquello que fue y que el presente convierte irrevocablemente en pólvora mojada.
Pero ese tiempo interior de Tino Vetusta es una acumulación gloriosa de libros y sobre cualquiera de ellos está el sentido existencial que nos ofrece Quevedo de la vida. «El hombre son presentes sucesiones de difuntos», dice el poeta. Me asegura Tino que su pose, su vida, su librería y su mundo no fueron realmente comprendidos. La máscara que se inventó, los múltiples y provocadores hombres que han sido Tino Vetusta no sirvieron para que la calle penetrara en su librería.
Detenido ante el escaparate de su «cueva», pienso que Tino ha ido acumulando todos los libros que murieron y que nadie enterró, múltiples presentes, sucesiones de difuntos que todavía se están yendo con el secreto de la vida. Vetusta es el dandy que murió abandonado en una esquina, un esteta, un sentimental, un hedonista y un escéptico que jamás perdió cierta verticalidad de temperamento, inspirada de cerca o de lejos en el marqués de Bradomín.
Para Vestusta, la vida es el tiempo que nos queda. Somos el tiempo que nos queda, dice el poeta Caballero Bonald. El gaditano, otro militante de Quevedo, se pregunta cómo evitar el simulacro de la vida, cómo vivir sin desvivirnos. Quizá haya que desvivirse constantemente para no morir en el olvido. Demasiado tiempo acumulado en esa librería para no darse cuenta de que ya se había convertido en un panteón. Es mejor partir a otros mundos, a otras ciudades, a la busca de nuevas aventuras, pretendiendo al que fue, al que será y al que es y consagrándose a la necesidad vital de existir.

sábado, 21 de noviembre de 2009

Una de piratas


Los fondos marinos están llenos de barcos hundidos, tesoros robados y soldados caídos en batalla, devorados por las olas y la avaricia de los hombres. Siempre me gustaron las historias de piratas, hombres sin honor y sin palabra, nada que ver con Sandokán, al que admiramos porque es un héroe romántico y moderno plasmado en un folletín de periódico. Dice Emilio Salgari que durante diez años aquel rebelde ensangrentó las aguas del Mar de la China desjarretando a holandeses, ingleses y españoles. Con la frente fruncida, los ojos lúgubres, los dientes apretados, una mano junto a su cimitarra y otra empuñando un cuchillo envenenado, el caudillo de Mompracem, Sandokán, «Tigre de Malasia», dejó escrita en las costas de Borneo una leyenda de saqueos contra todos los imperios.
El Siglo de Oro español no es tan romántico como el que describe don Emilio, pero sí es un universo desgarrado, embarnecido por el brillo del oro y un reguero de sangre que se bebió la sed de los tiburones. Cuenta el diplomático Julio Albi de la Cuesta en su libro «De Pavía a Rocroi» que las aguas del siglo XVII estaban preñadas de galeotes y popes, arraces y comandantes de naves otomanas, prostitutas hacinadas en casas de carne, levantes y soldados de galera, guzmanes y matachines, curas pecadores y barraganas inservibles. Rojos caballeros de Malta, pícaros y conspiradores como Quevedo, mentirosos como el duque de Estrada y hombres que fingían ser Miguel de Cervantes llenaron de hazañas los océanos de entonces. Aquel mar del Levante era la alternativa entre «cenar con Cristo o en Constantinopla», mientras el oro de las Indias entrechocaba con el hierro de las cadenas y juntos dibujaban una pesadilla soñada por renegados, corsarios y espiones que se movían a sus anchas.
Han pasado cuatro siglos y los mares de Oriente siguen siendo la patria de los piratas. Las islas de la muerte de Salgari han dado paso a los estados fallidos de Noam Chomsky, pero la vida de un hombre sigue siendo moneda de cambio por unos cuantos millones de dólares. Hay quien espera, tras la liberación del buque «Alakrana», una nueva batalla de Lepanto y hemos mandado a los tercios a combatir a la piratería del nuevo siglo, saqueadores de piel negra que no se dejan dar caza.
La «operación Atalanta», en manos de una mujer bravía como Chacón, ha resucitado a nuestra Armada, pero la Fiscalía de la Audiencia Nacional cree que los piratas están en Europa y no en Somalia. Después de cuarenta y siete días de cautiverio, sabemos que los comisionistas de la City londinense saben sacar tajada de las aguas del Índico y nadie dice nada todavía del armador del buque que envía a sus marinos a combatir antes que a pescar.
Los filibusteros que rodean con sus Kalashnikov el cuerno de África nos hacen despertar de una pesadilla y volver la mirada al continente negro. Sigo pensando que hay más piratas en el Banco Mundial que en Mogadiscio, donde los señores de la guerra negocian todos los días con el hombre blanco la venta de armas.

sábado, 14 de noviembre de 2009

Violencia


Es una magnífica guitarra. Colgaba de la pared del Savoy, calle Dindurra. «Sí señor, aquel pedazo de madera es una hermosa escultura». Se lo dije al tipo que bebía a mi lado. Aquel viejo se sentía un político, un periodista y un soldado. Era rojo y mujeriego. Murió un 10 de noviembre, hace dos años, aunque yo creo que vive escondido en alguna trinchera o borracho en alguna cantina. Sus huellas dibujaron un sendero de violencia en la larga historia del periodismo porque era una mala bestia que no soportaba el paso de los años. Quizá por eso no distinguía el amor del odio ni la compasión de la soberbia. En cualquier caso, le gustaba escribir sin chaleco antibalas, coleccionar unos cuantos insultos en la boca o partirle a más de uno la cara. Apuñaló a su mujer con un cortaplumas porque la amaba, convirtió en dios a un boxeador y sacó a un asesino de la cárcel antes de que volviera a manchar sus manos de sangre. Todo el mundo se equivoca, pero gracias a Norman Mailer sigo pensando que lo mejor del periodismo es saber sobrevivir a la melancolía a base de buenas historias contadas en artículos de quinientas palabras.
Hace un par de semanas un tipo se empeñó en retocarme la ñapla. Bonito regalo de cumpleaños, me dije, mientras aquel cobarde escapaba. Incluso para un columnista, el periodismo es un oficio peligroso a las tres de la madrugada, si camina sólo por la calle y sólo piensa en abrazarse a la soledad de su almohada. Lo cierto es que hay tipos a los que no les gusta lo que uno escribe y prefieren ahorrarse la carta al director con un cabezazo. El riesgo de escribir, sin embargo, no está en el loco que nos espera a la vuelta de la esquina, sino en el corazón de quien ha vomitado a lo largo de su vida ríos de tinta y sólo ha logrado cosechar fracasos.
Pocos días después descubrí en un libro que para el escritor francés George Perec escribir era arrancar unas migajas precisas al vacío que se excava constantemente. Hacer una columna es dejar en alguna parte un surco, un rastro, una marca donde antes no había nada. Puede que no tenga mucho sentido, pero, de algún modo, comprendo al tipo que se enfada cuando me lee. De entre el tráfico y las multitudes, del calor y de la lluvia, surge un loco dispuesto a atizarte, sin saber todavía muy bien la razón que lo empuja. Me gusta pensar que es un hombre sin pasado alguno, impregnado de violencia, marcado por unas palabras escritas por otro.
En las noches del Savoy guardan un asiento para los tramposos que no saben escribir mentiras, por más que se emborrachen con los codos apoyados todo el día en la barra. De vez en cuando, Mailer se sienta a mi lado y me habla como si yo fuera realmente un fantasma. Su rostro acuchillado mira atentamente a la guitarra. «Es una buena herramienta para hacer llorar y para hacer bailar. Si quisiera matar a alguien, lo haría estrangulándole con sus cuerdas».

viernes, 6 de noviembre de 2009

Piel Americana


Íbamos buscando una sombra solitaria donde vaciar nuestro pecho de tristeza. Eso era entonces América, tierra baldía, oraciones de rifle, millones de hectáreas de odio y una hija suicida de la guerra. Pero hace un año, aquel negro de voz templada y justicia salomónica logró que un reverendo llorase por aquello que ya no creía, volvió a alimentar a su pueblo de esperanza y, después, allá donde pudo, buscó la ocasión de cumplirla.
Es cierto que Afganistán sigue siendo un polvorín sembrado de cadáveres, niños sin sonrisa y mujeres marcadas sin otro destino que ver correr la sangre, en una guerra huérfana de Bush, pero hija de un talibán con luenga barba. Cada nuevo día gimen más viudas, lloran más huérfanos y, como diría Shakespeare, hieren más pesares la bóveda del cielo. Sin embargo, el mundo, al salir el sol, se despierta desde entonces con un nuevo sueño todas las mañanas de noviembre. Desde que Barack Obama, el heraldo negro de Illinois, llegó a la presidencia norteamericana, los sacerdotes del petróleo han dejado de rezar en las mezquitas y una paz fría y nevada, ambigua y diplomática, se teje cada día sobre las cordilleras de Oriente. No le faltarán traidores a este mirlo empeñado en alcanzar la paz, pero, aunque parezca mentira, han dejado de sonar los cascabelones colgados en el pecho de un general persa y los artilleros americanos regresan mutilados de Irak a sus hogares, con el gesto triste y descansado.
Barak Obama intenta sostener el paraguas nuclear y ha enterrado la llave del Apocalipsis bajo los pies del soldado desconocido. Pero es verdad que la peor América, la puritana y reaccionaria, está acosando al presidente más europeo que habita las dependencias de la Casa Blanca. Mientras trata de construir los cimientos de una sanidad pública y trata de reducir la lista del paro, los republicanos lo acusan de comunista. Los halcones ven como peligra su negocio en las farmacias y en las armerías. América tiene un sueño y los cuáqueros pretenden convertirlo en una pesadilla.
Si hay algo que reúne a Obama y a Kennedy en el mismo despacho oval es su facilidad para convertir la política en un misterio, capaz de contagiar a millones de personas procedentes, cada una, de un origen distinto con una gran historia. Ambos consiguen que el hombre se transforme en un acontecimiento y en una conciencia capaz de apagar los viejos miedos fomentados por el viejo testamento, la cruda y cautelosa fe de quienes manejan fríamente y sin escrúpulos el poder del dinero.
La América de Obama ha logrado resucitar el New Deal. No es un hombre de izquierdas, pero sabe que la mano invisible del mercado siempre está del lado del más fuerte. Se enfrenta a la realidad cada día intentando parecer un hombre vestido de cualquiera, pero su popularidad desciende al ritmo del fracaso. Le piden en un año lo que cuesta un sueño. Ahora sabemos científicamente de qué material se forjan los sueños, pero el americano está impregnado de esperanza, la palabra que todo buen hombre escribe en el último verso de su tiempo.

sábado, 31 de octubre de 2009

El origen del mundo


Sobre la cama parecía una mujer completamente vulnerable, pero a ojos del pintor, lo que había, ante todo, era un cuerpo honrado, despojado de certezas, preñado de enigmas, hermoso y delicado. Después, Gustave Courbet comenzó a dibujar su coño hasta transformarlo en una obra de arte: entre las piernas abiertas, sin rostro, situado frente al espectador, alejado de cualquier duda, como un ejemplo femenino de sinceridad absoluta, titulado «El origen del mundo», que nos empuja a investigar los misterios de una mujer que desde 1886 cambia constantemente de significado.
Más de un siglo después el editor Pablo García Guerrero y yo fuimos a París a descubrir «El origen del mundo», que se exhibe desde 1995 en el museo Orsay, junto a la ribera derecha del Sena. Viajamos hasta la gran ciudad, simplemente porque nos apetecía contemplar aquel hermoso pubis sobre el que divagábamos constantemente, familiarmente, como si, de antemano, ya nos perteneciera.
Existen coños cinematográficos y de papel couché, eternos y mercenarios, diáfanos como estatuas griegas y oscuros como boca de lobo, boscosos que ocultan su sonrisa y su memoria y otros afeitados que nos descubren alegremente toda su geografía. El de Courbet, «El origen del mundo», es misterioso y portada del libro escrito por Thierry Sabatier con el que la editorial asturiana Trea inaugura una nueva colección de heterodoxos ensayos sobre arte.
«El origen del mundo. Historia de un cuadro de Gustave Courbet» es la gran historia de un pintor y una mujer anónima y secreta del siglo XIX que nos fascina y a la que amamos porque puede ser cualquiera. Por eso fuimos a París, a la busca impaciente de aquel objeto huérfano y peregrino que sería adquirido entonces por un diplomático y coleccionista turco, Khalil Bey, al que le gustaba la buena vida. El diletante lo escondía en su apartamento tras una cortina verde que descorría para sorprender al personal que venía de visita. Nos cuenta Sabatier que después lo compró un barón húngaro de origen judío, Ferenc Hatvany, y que se lo llevó a su palacio de Budapest. El pobre barón tuvo que escapar durante la invasión nazi, momento en que el cuadro desapareció, aunque dice el autor que no fue tanto por los nazis como por los soviéticos cuando entraron con sus tanques en Hungría. Su último propietario, antes de que lo adquiriera el Estado francés, fue el psicoanalista Jacques Lacan, que lo tuvo en su casa, también oculto, tras otro cuadro.
Atravesado por la constancia de los días, nuestro ojo se extiende sobre la luz que emana de ese cuadro como un manantial de energía. Entre muslos de media tarde, su vulva de bosque acumulado protege la esperanza de que algún día vuelva el guerrero a envainar su espada.

viernes, 16 de octubre de 2009

Los fulleros


Era demasiado pijo para ser garitero y hay que ser un buen trujamán para salir bien parado de esta reyerta. Ricardo Costa siempre tenía parte en lo que otros ganaban, pero era muy difícil que una instrucción lo encasillara de imputado en la «trama Gürtel» porque sabía muy bien que con su nombre y su cargo no se había firmado una sola factura. Sin embargo, al ex secretario general del PP valenciano no le han valido de nada sus lágrimas para salir vivo de esta fiesta. No estar confederado con unos ni con otros tiene un precio político en Génova: su cabeza.
De momento, nada dice el sumario, aunque sí las investigaciones de los periódicos sobre el presidente Camps y su compinche Rambla. Ambos conocían el chalaneo, prevenidos desde el Gobierno y con los naipes hechos y escondidos bajo manga; ambos conocían y apañaban con Orange Market y los cuarenta ladrones de Correa.
Tiembla la libertad de Francisco Camps cada vez que se conocen las conversaciones de El Bigotes y Francisco Correa. Los dos fulleros se saben en el trullo, donde acabarán escribiendo tratados de mangantes. Me gusta El Bigotes porque se lo monta a cara descubierta, como una caricatura. Es un rufián que cepilla su mostacho con billetes de quinientos mientras se hace fotos con el puro en la boca. Se siente orgulloso de sus negocios aunque apesten más que una mofeta. Después de que se acabe esta timba escrita en más de cuarenta mil folios se irá con la gura al talego y la pasta bien escondida para que no la arrastren manos ajenas. Francisco Correa es más siniestro. Don Vito administraba fulanas, organizaba orgías y convocaba congresos. Se lo hacía de capo y vivía del morro beneficiándose por todas partes y de todos.
Hoy sabemos que Francisco Camps es un traidor. No le suda la camisa cuando se topa con su hermano Costa, al que dio de comer y beber antes de llevarlo al matadero. Camps tiene ojos de tramposo con maneras de cura y demasiada experiencia en el juego de la política. No tardará en retirarse a ver cómo pierden otros su cabeza, antes de que caiga la suya. Chanela el verso «lisonjeris» con Carlos Fabra, aunque Manuel Fraga, el dinosaurio despierto, desconfía de un cadáver político al que toda la corrupción le resbala.
El gallego y su cuadrilla están en un verdadero aprieto. Mientras Rajoy galleguea, Cospedal ha puesto a funcionar la guillotina, pero no acierta a colocar los cuellos adecuados para que el culo de uno de ellos deje un rato de echar mierda. La Gürtel se extiende por España. No es sólo Valencia, nido donde se incubaron los huevos de los persas, sino Madrid, Galicia, León, Baleares. Medio país necesita fregona porque apesta. Ya nadie quiere recordar la boda organizada por Aznar en El Escorial. Aquella parrilla que ordenó construir Felipe II para que se pudrieran los cuerpos de la monarquía se ha encendido otra vez para que se achicharren algunos ladrones en su propia hoguera.

viernes, 2 de octubre de 2009

Baltasar Garzón


Baltasar Garzón se lo ha preguntado al Tribunal Supremo: el Poder Judicial debe decidir si ampara a las víctimas del franquismo o si procesa al juez que se ha limitado a admitir a trámite sus denuncias. El franquismo sigue siendo una guerra fría entre vencedores y vencidos y esta semana, como una extraña paradoja, somete al juez que convirtió la democracia española en una audiencia nacional.
Siempre me gustó Garzón porque supo plantarle cara al terrorismo de ETA y de su entorno; porque encerró a un ministro de Interior y les apretó los testículos a los que hacían la guerra sucia; porque rompió la omertá gallega que había impuesto el narcotráfico en la Costa de la Muerte. Basta con que un tipo huela un poco a mierda para que el magistrado le dé un repaso en su despacho.
Uno no cree en la memoria histórica, pero sí cree en los testimonios que permanecieron ocultos bajo una lápida de silencio y una larga dictadura. Jorge Semprún me contó hace un par de años que eligió la literatura para contar las miserias del campo de reeducación de Buchenwald que vivió tras ser apresado por los alemanes mientras combatía en la Francia ocupada de Vichy. «El problema no era contar lo que había sucedido. Lo que nos preocupaba era saber si seríamos escuchados». El Holocausto no resultaba creíble y para algunos llegaba a parecer inimaginable. Ésa era la obsesión de Jorge Semprún y tantos otros hombres de la resistencia. La verdadera historia de los campos de concentración sólo podía ser transmitida a través de la literatura. Para ellos, se hacía necesario el artificio.
Ciertos testimonios, sin embargo, resultan tan ásperos, tan lacerantes, tan verídicos, que son capaces de resucitar los cadáveres enterrados en las cunetas. La historia de los desaparecidos durante la guerra civil y la posguerra española no está escrita en las memorias de ningún resistente ni en los libros de historia (tan parecidos a la prensa, que ahora todo el mundo los lee), pero sí se escriben día a día en los autos judiciales firmados por un juez que cree en su trabajo y lo cumple.
Todo hombre que busca la verdad es un sospechoso. Garzón es un sospechoso con la toga negra de los alguaciles alguacilados que tanto gustaban a nuestros clásicos. Está clarificando España desde la historia, que es otra forma de hacer justicia, aunque totalmente desprestigiada, porque la historia, en España, sigue siendo un panfleto. La derecha se ha lanzado a por el magistrado que coleccionaba amaneceres y detenía a dictadores a la hora del té, porque la democracia española, como decíamos antes, es una audiencia nacional por la que pasan hasta los jueces.
De nada sirve creer en los tres poderes del Estado si la justicia sigue siendo tuerta. Garzón concibe la justicia en términos absolutos y aún concede importancia a los generales muertos, si desentrañando sus crímenes y retirándoles sus galones se ofrece a las víctimas una digna sepultura. Pero este sabio ha dado en la clave esta semana. Lo ha dejado bien claro: ir contra Garzón es ir contra la democracia. Ay.

viernes, 25 de septiembre de 2009

La ciencia


Un grupo de científicos de Estados Unidos y Tailandia ha presentado en Bangkok una vacuna que reduce el riesgo de contagio del sida en un 31,2% tras haber realizado pruebas en 16.000 voluntarios. La vacuna no es la panacea, pero sí demuestra que la consecución de una solución eficaz es posible. Decía Stewart Brand, gran gurú americano de la biología y los derechos humanos, que la ciencia es la única noticia. Sin embargo, estas noticias escasean en los periódicos.
La prensa no está a la ciencia, pero la ciencia nos trae noticias todos los días: nuevos cometas, muertes de estrellas, agua en los desiertos blancos de la Luna y una nueva vacuna contra el sida. Lamentablemente, descubrimos que el hombre se alimenta de reyertas políticas, contubernios, objeciones de conciencia y otras monotonías. En definitiva, el periodismo sigue más interesado en la superstición que en las matemáticas, en la conspiración que en la física. La ciencia tiende a simplificar, mientras que la prensa busca de manera adictiva agregar, confundir, difuminar. A pesar de todo, de vez en cuando cae una manzana newtoniana que explica el enigma de nuestro mundo.
El valor de la ciencia está en el poder de la razón, en esa fe del hombre con el hombre, tan fecunda, tan misteriosa, que acaba pronosticando los agujeros negros del universo y permitiendo que la esperanza cotice al alza, al menos, un solo día. Me gusta pensar que el endecasílabo del poeta acaba siendo un teorema para el científico, que el verso adquiere nuevas y misteriosas caligrafías en las manos de un hombre o una mujer de bata blanca que busca la felicidad en una fórmula.
Hasta Descartes, toda religión era poesía aplicada, truco y trampa. Después vino la ciencia a depurarla de artificios. Y resulta emocionante creer que el científico es un aventurero, un hombre solitario y concienzudo lanzado a la aventura de lo absoluto. El biólogo que dedica su vida a describir proteínas o el físico que analiza obsesivamente quarks caminan por un desierto oscuro lleno de incertidumbres hasta que un signo y una prueba les confieren un sentido de la vida, dibujando el trazo sinuoso y alargado de un camino que explica unos cuantos enigmas.
El mayor misterio de la ciencia es el misterio que empuja a los científicos a ordenar la realidad como una música a cuyo ritmo nos vemos obligados a bailar. Toda su estructura se resume en un pentagrama donde late el verbo descubrir. Quizá la pérdida del paraíso nos empujó a enrolarnos en la nave de la ciencia. El científico es un viajero que vaga de un lado a otro buscando el mejor sitio donde poder trabajar, tratando de enfrentarse al peor de los enemigos: la ignorancia extendida como un desierto, o en términos más absolutos, nuestra propia muerte.

viernes, 18 de septiembre de 2009

Carta a una prostituta: los contactos


Hola, amor:
Abandonaste los prostíbulos de Gijón por las páginas de contactos. Después de los atentados de Atocha, me decías que no te gustaba trabajar con dinamita debajo de la cama. Dueña y señora de ti misma, te lo hiciste por tu cuenta, sin felaciones que donar, comisiones que pagar y la tranquilidad de un orgasmo que no te haría volar por los aires como una ninfa en pedazos. Después confesaste que te sentías más libre que nunca, una empresaria de rompe y rasga que pisa la calle destrozando baldosas con zapatos de tacón de aguja, embriagada por el dinero, embalsamada por la dignidad y cosas así. Como no te gustaba llevarte el negocio a casa, te acostumbraste a las llamadas intempestivas, a las noches de alcohol y a los hoteles de lujo donde el sudor se había impregnado en la pared como una imagen mariana. Pero ahora llega Joan Tardá, el diputado independentista catalán, prohibiendo los anuncios donde tú tanto mentías y yo tanto imaginaba.
-De colega a colega, no sé que será de nosotros -te dije la otra noche, mientras mis dedos se peleaban con el broche imposible de tu tanga.
-No entiendo nada. Es la página más leída, la que más interesa, la que más se gasta, incluso si uno es catalán -respondiste enfadada cuando te leí la noticia.
-Tardá no comprende que los periodistas somos también un poco putas. Sabemos hacer felices a los hombres con unas cuantas mentiras, pero siempre damos más de lo que nos pagan.
Yo no entendía tu curro hasta que descubrí que el matrimonio es un largo viaje en el que lo más emocionante son las hipotecas. Lo cierto es que sólo una mujer más atrevida que sus bragas se puede ocupar de los pecados. Te gustaría que Gijón tuviera un barrio rojo, un Pigalle por donde pasearse alegremente y que pasaran cosas, después de la última copa. Quieres mostrar muslamen en un escaparate, cotizar a la Seguridad Social y que Jacques Brel te cante desde un puerto de Ámsterdam. Pero Gijón, incluso con puerto, sólo da para dos esquinas donde hacer la calle: Manuel Llaneza y Pablo Iglesias. Ya me contarás.
-En esto acaba el socialismo -dijiste con resignación y veneno.
-El socialismo, cariño, es algo más que una calle. Pero uno nunca sabe dónde empieza ni dónde termina.
Se lo ha explicado Joan Tardá a la ministra de Igualdad: magistrados y senadores, diputados y aristócratas, obreros y casas reales van de putas los fines de semana. Y yo aquí, viéndolos pasar. No sabemos si son de izquierdas o de derechas, falangistas o demócratas, ideólogos o tecnócratas. Pero Bibiana Aído ha respondido con firmeza que hay que acabar con la prostitución porque es una indignidad.
«Primero quisieron quitarme el trabajo y, ahora, el honor», pensarás. El caso es que a Joan Tardá le han preguntado si trajina con putas, izas o rabizas, y el tipo se ha quedado tieso y mudo como una estatua de sal. Yo no diría que el diputado catalán es un calavera, pero esos silencios... Quia.
Sin nada más que contarte, se despide un servidor que no se olvida de ti.

sábado, 12 de septiembre de 2009

Viaje al extravío


Arde la noche de Pozuelo y cómo corre la sangre iluminada por la hoguera, mientras la Policía, acorralada por una jauría de perros, trata de salvar su pellejo. Lo de Pozuelo fue una «razzia» adolescente, una declaración de guerra, un viaje nebuloso, absurdo y violento al extravío. Para la historia y sus diccionarios quedó registrado aquel tiempo en el que la basca universitaria lanzaba adoquines a los escaparates del Barrio Latino reclamando libertad. Ahora, los papeles hablan de niños pijos vestidos de color arriba España que se lo hacen en botellones y gritan viva la muerte. No saben quién es Unamuno, pero mean sobre su tumba celebrando el vituperio, quemando coches y reventando cabinas telefónicas. Aparece, nuevamente, una adolescencia terrorista que alegra la vida con la amenaza perfumada del viejo fascismo.
Del sesenta y ocho hasta hoy han cambiado unas cuantas cosas. Una de ellas es que el nihilismo de la jet-set ha germinado en los corazones de estos gachós con flequillo largo y polos de Lacoste. Del colosalismo de aquellas urbanizaciones burguesas del norte de Madrid llegan estos muchachos que disfrutan matando vagabundos y convirtiendo el maltrato en un siniestro juego cinematográfico. Lo de menos es beber en comandita o la vida alegre en la calle, fumarse un canuto a la luz de una farola o enseñarle los pezones a la Luna. Lo verdaderamente preocupante es lo que hay detrás de esta delincuencia adolescente: fragmentos de vidas sin márgenes ni referencias que han acumulado en sus arterias el veneno de la rabia sin motivo.
Los de Pozuelo son una casta de herederos que sólo halla acceso a su herencia destruyendo todo lo que les ha sido concedido. Parafraseando al escritor asturiano Ricardo Menéndez Salmón, estos muchachos tienen la sospecha de que nuestro mundo es una feria de simulacros, la convicción de que su existencia es una copia debilitada y falsa, llamada a desaparecer. Frente al simulacro anunciado por el filósofo Baudrillard y narrado por Salmón, la realidad se consagra como una calle donde uno logra el deleite respirando el recio aroma de la sangre.
Lo más espantoso de la violencia es que se gusta a sí misma. Quizás, en este nuevo siglo, la violencia sea la única expresión viva de la realidad, frente al simulacro del sexo catódico, la paranoia vírica, el esperpento parlamentario y el espectáculo apocalíptico de una guerra en el desierto.
Sobre este grueso esquema, la confusión organizada provoca el desconcierto de la gente, ese reino de los moralistas que han apuntado hacia el botellón y otros vicios insanos. De modo que el cardenal Rouco Varela aconseja rezar el rosario de la Virgen en familia para acabar con el botellón y devolver a los hombres a la virtud cristiana. Surgen otra vez los iluminados elevándose con la autoridad del evangelio, mientras una bestia negra planea decapitar a alguna diosa pagana. Ay.

viernes, 4 de septiembre de 2009

Los parados


La luna de los escaparates nos devuelve el rostro mal rasurado, cansado de ver todas las mañanas nuestra sombra, cansado de tanto oler nuestro nombre. Al parado le va llegando la dificultad de andar una nueva esquina y alarga el café de la mañana, recortando el trago y prolongando la mirada, mientras sus dedos se manchan de tinta al pasar las páginas de contactos. Llega la crisis como un dolor de cabeza, como una mala resaca que no se diluye con aspirina ni cuatrocientos papeles al mes consumidos en el cocido.
El verano moribundo continúa dando cifras. Siempre hay un número caliente que atormenta al parado y nutre el titular a cinco columnas del periódico del día. Con este viernes termina una semana siniestra, de gripe económica y crisis porcina. En el aire de la economía caben todas las intrigas: bajar los impuestos o subirlos, cambiar el modelo o mantenerlo, abaratar el despido o encarecerlo; la certeza de que todo y nada pueden ser al mismo tiempo.
El parado de hoy es el Don Tancredo de hace un siglo, aquel albañil torero que hizo de su paro una pose ante el toro. El Gobierno ha vuelto a soltarle al parado el toro de las medidas económicas, el toro de las encuestas, el toro de los déficits, el morlaco de los planes municipales y también el de las hipotecas. Muchos toros para un simple parado. Mientras tanto, el obrero tose su gripe porcina, que es un odio latente de clase trabajadora enfebrecida, la mala saña del parado que se oxida en las listas soviéticas del paro.
Según la CEOE, las medidas económicas que ha lanzado Zapatero son insuficientes. Lo bueno hubiera sido que el Presidente se divorciara de los sindicatos y retrasara la jubilación hasta que a uno le llegara la parca. Ay. Pero en la literatura no hay paro ni jubilación y yo moriré escribiendo artículos, bruñendo el estilo, como viejo corsario abandonado, quieto ante el toro de la economía, mientras el parado de mi barrio camina desesperado sin saber qué le dará de comer su parienta. Que muerda cuero, le han dicho.

miércoles, 2 de septiembre de 2009

12 + 1: The End


El matasanos me dijo que había estado más muerto que vivo. "En estos momentos tu cuerpo es un saco de huesos rotos sobre la cama de un hospital. Volverás a caminar si sabes lo que te conviene. Por la tuerta no pudimos hacer nada. Ya era un fiambre cuando nos la trajeron. En cualquier caso, deberías darle las gracias a tu amigo Piñeiro. Fue él quien llamó a la policía. Si no, hoy serías uno más en el depósito de cadáveres. De todos modos, ahórrate las palabras hasta que pasen unos días. No quiero volver a coserte la mandíbula".
Cerré los ojos. Recobré la conciencia para encontrarme con la mirada de Ava, llena de conmiseración y una extraña suspicacia, a los pies de la cama. Ella, que había muerto en tantas ocasiones, y yo, que era más dificil de matar que una rata, volvíamos a vernos las caras.
-La muerte te ha sentado bien. Sigues igual de guapa
-No puedo decir lo mismo de tí, aunque siempre me gustaron tus cumplidos, por poco sinceros que fueran.
-Un whisky mi iría muy bien. Me duele mucho la cabeza.
-Han jugado al fútbol un buen rato con ella.
-Me gustas más cuando el tono es frío e insolente.
-Está claro que no sabes cerrar la boca.
-Se puede saber a qué has venido?
-Lo que todos quieren y tu detestas.
-Antes debes devolverme lo que te llevaste.
-Amas a todas las mujeres como si fueran la última. Tu corazón sigue en el mismo sitio de siempre. No lo necesitas. Pero no me engañas, estoy segura de que ya hay otra.
-La enfermera no está nada mal. Siempre me gustaron las enfermeras, las putas y de las hermanitas de la caridad.
-Devuélveme el libro.
-No existe ningún libro. Lo que había se quemó en el desgüace, junto al coche y unos cuantos asesinos que también lo querían. Pero esa historia se ha terminado.
-Eres demasiado honesto y trabajas por poco dinero. Nunca llegarás a nada. Todo el mundo te golpea, te estrangula y te machaca, pero tu sigues adelante, con la cabeza baja hasta que los destrozas a todos.
-Recuérdame en otra ocasión que te invite a una copa.
Ava sonrió. Acercó su rostro al mío y después me besó en los labios. Fue un beso repugnante y maternal, esos besos que anuncian una despedida.
-Por qué no tratas de escribir?
La frase estuvo dándome vueltas en la cabeza mientras mi cuerpo se recomponía. De regreso a Gijón volví al prostíbulo del viejo Montalbo. Una de sus muchachas me llevó hasta su dormitorio. La habitación era demasiado amplia, con techos demasiado altas y con tantas flores alrededor de su cama que la atmósfera que se respiraba me recordó un tanatorio. Me senté en uno de los bordes del lecho, mientras veía como el viejo agonizaba. Tengo que reconocer que valía la pena contemplar como la muerte lo iba devorando cada vez que respiraba.
-Hola viejo, ya estoy aquí de nuevo.
Montalbo no se movió. Ni siquiera hizo una inclinación con su cabeza. Dirigió hacia mi sus ojos sin vida.
-Veo que no puede articular palabra. Seré breve. Vengo para traerle lo que me pidió. Aqui tiene el libro. Como me imaginaba, en su estado, no le va a servir de nada, de lo cual me alegro tanto como si lo viera a usted muerto. Pero eso sólo será cuestión de minutos.
El calor suave y húmedo era como un paño mortuorio alrededor de nosotros. El anciano cerró los ojos y me dibujó una sonrisa.
-La chica que me mandó le está esperando en el infierno. Tenía muy malas pulgas, pero supongo que en otra vida, fue una buena chica que una mala noche eligió el camino equivocado.
El viejo me miró sin expresión.
-Y ahora que vas hacer Guillot?.
-Volver a mi camino. No me gusta estar dos veces con la misma mujer ni tampoco encontrármela en el mismo sitio.
-Existen dos tipos de hombres, los que se quedan y los que no saben a dónde van.
-Yo sólo soy un busca vidas.
No vi a nadie cuando abandoné la casa. El viejo estaba muerto. Yo no sabía a dónde iba, pero al fin y al cabo estaba vivo. Quizá yo también había estado muerto. En algún momento de mi vida, acaricié la muerte, la sentí en el tuétano de los huesos, como si me aplastara el destino. También sentí el dolor que produce la desgracia. Quizá yo también era parte de esas vidas desgraciadas que no saben a dónde van.
De camino a casa me acerqué hasta el Savoy y me tomé un par de whiskys dobles. No me hicieron ningún bien. Todo lo que logaron fue recordarme a Ava. Nunca más la volvi a ver.

FIN

jueves, 27 de agosto de 2009

Cuando los perros ladran


Escapar del dolor es una reacción natural, pero si eres boxeador vas a su encuentro. Retorcido como un perro con los huesos rotos, recordé las palabras de Rocky Marciano, cuando le preguntaron por qué nunca había conocido la derrota. Rocky iba siempre al encuentro del dolor. Yo también iba al encuentro del dolor. Me sentí como si mordiera la misma lona que Rocky nunca mordió.
El indio me sentó en el suelo con la espalda apoyada contra la pared. La luz del sol me aplastaba la cara. Los perros, atados al poste, ladraban. Era como si ellos tambien quisieran participar en la fiesta y dejar en mi cuerpo sus babas. En momentos así, uno no suele pensar. Pero yo pensé que Dios no existía. Estuve así tres minutos, pensando que Dios no existía. También pensé en lo insignificantes que podíamos llegar a ser ante un indio con tenazas en las manos y lo bueno que sería no sentir el dolor. Entonces todos seríamos tan perfectos como un mosquito. Insignificantes y ajenos al dolor como un insecto cualquiera. Ajenos al dolor como una hormiga, una araña o una cucaracha. Auténticos supervivientes de la bomba atómica. Esa podía ser una gran ventaja, claro que sí. Superar el dolor, sobrevivir a una bomba. Pero allí estaba yo, al encuentro con el dolor, como me había dicho en una ocasión Rocky Marciano.
Rocky supo lo que era el lujo. También pensé en el lujo. El indio seguía pateándome la cara, mientras yo estaba sentado en el suelo, con la espalda apoyada contra la pared, pensando en el lujo. En el lujo de no tener memoria, en el lujo de pensar y no salir huyendo. Después abrí los ojos y contemplaba, como desde un sueño, a un indio cherokee cortando cabelleras, mientras los coches morían en un cementerio igual que rinocerontes que no han logrado atravesar el desierto. Yo estaba en el cementerio, recordando a Rocky Marciano junto al indio cherokee, junto a un viejo muerto, junto a una rubia muerta, como un pastor que ha perdido su rebaño, imconmprendido por las piedras.
El indio tenía un rostro cetrino y malévolo y los ojos de un diablo loco que dibujaba su sonrisa retorciéndole el perscuezo a un hombre maniatado. Los perros seguían ladrando. No se cansaban de ladrar. Los soltarán, los acercarán a mi cuerpo, lo olerán, lo patearán y después se darán conmigo una buena fiesta.
-Muchacho, sin duda eres un tipo muy agradable, que se siente feliz en el mejor de los ambientes. Por qué no acabas conmigo de una puta vez y me das de comer a los perros?
Entonces el gigante se fue de la garita. No hubiera imaginado que todo iba a ser tan fácil. Me reí como un loco que ha perdido la esperanza, como un fugitivo que se cree libre y no sabe después a dónde ir. Después me dormí, dormí plácidamente, mientras la sangre se cuajaba en mi boca, mientras los perros trataban de zafarse de sus cadenas, mientras el sol se ponía, mientras la soledad acariciaba mi cara.
Debía de ser tarde, lo suficiente como para sentir el frío de la noche. Escuché el motor de un carro. Levanté la cabeza. Los perros volvieron a ladrar como si de una jauría se tratara. La rubia seguía allí, el viejo también estaba allí. Las moscas se peleaban por ellos y yo era un insecto al que le habían cortado las alas. Dos luces se aproximaron hacia la garita lentamente, como dos luciérnagas perdidas en la nada. El mercedes se detuvo. Detrás de él le siguieron otros cuatro carros. Ví como la puerta del primero se abría y un tipo corpulento con zapatos relucientes pisaba el suelo regado de sangre y arena. Conté quince personas, pero sólo "Garrote" y el indio se metieron en la caseta.
-Vaya, vaya, todavía estás aquí.
-Sí, este es un buen sitio para descansar.
-Escucha lo que dice, indio. El pinche conserva aún la guasa. El gallego tiene aguante.
-Que te jodan.
-No,no,no...Cuida tus modales,perro asturiano. Estás hablando con "Garrote".
Tenía las muñecas hinchadas y las piernas acalambradas. No debí moverme tanto, mientras me atizaban. Comencé a aceptarlo de la mejor manera. No era el momento de llorar, ni de recordar, era la hora de mirar dentro de mi y de tratar de comprender que a veces uno se va de este mundo inesperadamente.
-Mira, cabrón, a pesar de todo, me caes bien y a lo mejor esta noche salvas tu pellejo si me dices donde está el puto diario. Te voy a contar una historia. Sabes qué? Yo me he cargado a unos cuantos boinas verdes, sí, como te digo, allá en Colombia. Los muy cabrones piensan que aquello es otro Vietnam. Valla que sí. Yo he mandado matar a muchos yankis que sólo iban a joder. Yo he matado a más hijos de puta que tú. Mi padre fue un soldado de las FARC renegado, pobre como las ratas. Un día apareció por Medellin dando sermones en cantinas y burdeles. Algunos creyeron que era un infiltrado, pero fue mi madre quien lo metió en su casa y evitó que lo mataran. Vivió con ella cuatro meses y después desapareció. Tengo treinta años y sé lo que es la guerra, sé lo que es morir, sé todo eso, pinche cabrón, y ahora no vas a ser tú el que me joda la marrana. A "Garrote" no le folla una cucaracha.
Los perros seguían ladrando. El colombiano blandió un puñal y, agachándose, lo acercó a mi garganta. Los perros continuaron ladrando, arañando con sus zarpas el suelo del cementerio, dejándose las uñas y fabricando una polvareda que se metía en la garita y penetraba en mi garganta.
-Mira cabrón, con este pincho he recosido a más de uno y a más de una. Tu amorcito no lo necesitó, le bastó un disparo en la sesera y plof, cayó como un saco de arena bien roto, pues. Ahora colabora, amigo, y cuéntanos donde está el puto libro.
Antes del alba se vio cercado por la policía. "Garrote" se quedó dentro, agachado, dibujando la expresión de un loco que se sabe acorralado, mientras los demás se dispersaban, como cucarachas que no encuentran la salida. El indio abrió fuego. Se desplomó a mis pies, con cuatro tiros encajados en el estómago, suficientes para que le sellaran el pasaporte al infierno. El tiroteo duró veinte minutos. El juez tuvo que hacer equilibrios con los pies para no pisar las tripas del colombiano. Nunca olvidaré que Oswaldo "Garrote" salió de la garita blandiendo su arma y disparando al cielo sus últimas balas. Cayó acribillado y, como un mártir, se despidió de todos nosotros gritando "Hijos de puta, si os dejo con vida es por que habréis de amortajárme como a un ángel".

miércoles, 26 de agosto de 2009

Un mundo sucio


Nadie puede ser honrado aunque lo quiera. Ese es el problema de esta ciudad y de este país. Te quedas con el culo al aire si lo intentas. Tienes que jugar sucio si quieres ganar y nadie entiende que te paguen por decir la verdad. Recostado sobre la cama, me puse a pensar y mis ideas comenzaron a circular en el cerebro de un modo sádico y siniestro. Pensé en mafiosos colombianos, en lenguas cortadas, en viejos proxenetas y en barcos sin retorno navegando sobre aguas gélidas. También pensé en putas asesinas, en actrices muertas, en escritores malditos y en cómicos adictos a la cocacína. Pensé en viejos periodistas tratando de escapar del ostracismo, en vaqueros que habían logrado regresar del otro mundo, en ciudades levantadas sobre el desierto y en un par de balas bien acomodadas en mi cabeza. Pensé en muchísimas cosas hasta que mis ojos se cerraron.
Fue la llamada de Piñeiro la que interrumpió mi última resaca. Una resaca cojonuda, una juerga latina en la que mis nueronas tocaban despiadadamente las maracas. Al escuchar su voz al otro lado del teléfono creí que mi conciencia había regresado a mi cabeza para ejecutar su última venganza.
-Tu coche.
-Qué pasa con mi coche?
-Tienes una forma muy peculiar de olvidarte de las cosas. Lleva cuatro días en el desgüace y todavía no has pasado a recogerlo. No tienes remedio.
-Y cuál es el problema? Te das cuenta de que son los nueve de la mañana? A esa hora los muertos descansamos en la cama.
-Me da absolutamente igual. Tu Ford se parece tanto a un acordeón que se podría tocar con él una polca.
-Muy bien, gracias por la metáfora, Piñeiro. Si eso es todo lo que tienes que decirme, puedes estar tranquilo. Esta tarde se lo diré a la compañía.
-Imbecil. No te llamo sólo por eso. Debes ir lo antes posible y recuperar lo que había en la guantera.
-No recuerdo que hubiera nada en especial.
-Pues el mecánico del desguace no piensa lo mismo. Se encontró un buen pistolón y una agenda azul llena de anotaciones extrañas. Creyó que las dos cosas eran demasiado peligrosas como para venderlas por su cuenta. Estoy convencido de que eres incapaz de disparar un tirachinas pero, últimamente, eres una caja de sorpresas. Será mejor que te deshagas de todo eso y desaparezcas.
-Por qué todo el mundo quiere que me disuelva?
Piñeiro colgo el teléfono. Conseguí arrancarme de la cama, me froté la boca y me tropecé con la esquina de la cama. Aún estaba lanzado maldiciones cuando se oyeron unos golpes enérgicos en la puerta, el tipo de llamada imperiosa que despierta el deseo de no abrirla hasta que alguno de los dos la echa abajo.
Abrí un poco más de cinco centímetros. Me encontré delante de un revolver que me apuntaba a la cara. La tuerta vestía un traje negro muy pulcro, muy limpio y muy solemne, más propio de la secretaria de un banco que de una fulana de Gijón. La rubia empujó un poco más la puerta y yo me aparté para dejarle pasar. Entró, cerró y miró a su alrededor con una expresión desagradable desprendida de su único ojo.
-Si me sigues mirando así acabarás ciega.
-No te hagas el gracioso. Llevo dos días buscándote.
-Pues aquí estoy. Ya me tienes.
-Sabes muy bien qué es lo que quiero.
-Creo que ya sé donde está el libro.
-Enséñamelo.
Recorrió el apartamento lentamente.
-El libro no está aquí, si eso es lo que buscas en este momento.
-Dónde está?
-Es curioso, nunca se ha separado de mi. Mejor dicho, desapareció el día que me propuse buscarlo. Pero ni siquiero eso lo sabía.
-No me interesan tus explicaciones.
-Tendrás que acompañarme hasta el desgüace de esta ciudad.
-Si lo que pretendes es hacerme caer en una trampa estás muy equivocado.
-Tranquila nena, ese libro no es mío. No tengo nada que ver con él.
Me vestí mientras la rubia me vigilaba. Después nos acercamos en su coche hasta aquel cementerio de carros. Llamé a Piñeiro para que me indicara el lugar. Mientras conducía, aquella rubia me apuntaba con su pipa, sin quitarme el ojo de encima.
-Si haces algo extraño, te desjarreto aquí mismo, cabrón.
-Lo que tu digas, encanto.
Cuando llegamos al desgüace, nos encontramos ante una gran explanada donde los coches se amontonaban completamente destripados. Tuve la sensación de que estaba en mi propia casa, o mejor dicho, la sensación de que el sitio era un lugar agradable, si lo que deseas es que tu cuerpo huela siempre a gasolina. Sin embargo, algo me decía que no iba a salir vivo de allí.
El silencio se extendía por cada una de las calles que formaban aquellos carros colocados en bloques. Aquel desgüace era una ciudad fantasma. Los ladridos de un par de sabuesos atados a un poste nos guiaron hasta la garita donde, supuse, estaría el mecánico del que me había hablado Piñeiro.
-Como hagas algo extraño delante de ese tipo, date por muerto.
-No te preocupes, cariño. Cinco minutos y el libro será todo tuyo.
Una mosca rozó su frente y después se posó sobre el orificio de su estómago. El silencio del cuarto y su rostro petrificado indicaban que la muerte se había dado un garbeo unas horas antes por allí. La sangre aún estaba fresca, aunque el cuerpo estaba frío y rígido como un lingote de hielo. Supuse que al viejo no le dieron tregua. Primero lo ataron a la silla y después lo amordazaron. Seguramente lo torturaron hasta exprimirle la última lágrima. En sus dedos no había uñas y sobre sus pies había un charco de sangre que se extendía hasta los nuestros. Cuando despertó, le dieron una última oportunidad. Para entonces, lo mejor era una bala y acabar con tanto sufrimiento.
-Parece que alguien se nos ha adelantado. A este viejo le han dado matarile.
-Esto complica un poco tu existencia, Guillot. Es mejor que me digas dónde está el puto libro antes de que te vuele la cabeza.
-Por qué diablos todo el mundo se siente tan seguro cuando me apunta con una pistola.
-Los muchachos de "Garrote" se nos han adelantado, pero si el viejo no ha sido capaz de decirles dónde coño está, nos estarán esperándo aquí.
Sentí una ráfaga de aire. Después me llegó un olor a sangre nueva. Quezá era la mía. Mis ojos se nublaron, pero antes de desvanecerme, me llevé el recuerdo de un armario golpeándome la nuca y sujetándome los brazos a los costados. También recuerdo que la tuerta sacó su revolver de la chaqueta, pero la llevaba abotonada y fue demasiado lenta para disparar contra alguien antes de que se la cepillaran. Tuve la sensación de que me iban a saltar la tapa de los sesos en cualquier momento. Después, aquel monstruo me sujetó por las muñecas y me las retorció antes de que su rodilla se clavase en mi espalda, doblándome el espinazo como si fuera un mondadientes. Luego aquellos dedos de hierro me recogieron del suelo, atrapando mi garganta como si fuera una cañería del desagüe.
-Suéltalo, indio. Aquí ya hay bastante carne humana en descomposición. Él nos dirá dónde está el coche.
-Ah, mierda de asturiano.
Recuerdo que caí al suelo como un paquete de cigarrillos estrujado. Me desmayé con el rumor de una buena frase, que dejaré escrito sobre mi tumba.
-Ya tendrás tiempo para divertirte. No es más que un sucio hombre en un mundo sucio.

jueves, 20 de agosto de 2009

Heartbreak Hotel


La vida en Albacete irrumpía sin el lastre del peligro de Gijón. La maraña húmeda del norte había dado paso a la claridad desértica del sur. Hacía tanto calor que no necesitaba las cerillas para encender un cigarrillo. Lo peor del verano es que los días se acobardan y la rutina pesa tanto como una losa de cemento. Cuando terminaba la hora de la siesta, aquel sobrante de sueño, me sentía tan arrugado, sudoroso y aturdido como la colcha de un prostíbulo. Después, cuando el sol se ponía, uno creía que alguien ta había perdonado la vida y, efectivamente, la noche se abría paso anunciando la llegada de un nuevo día.
Entraba la noche por las esquinas de la vida, recorriendo plazas y bares, parques, templos y camas. Aparecía la noche como un vértigo por la ciudad desprevenida y se esparcía por los bordes de mi vaso, mientras uno se la bebía, a largos tragos, enfermo de insomnio y pasado.
Albacete iba concretando sus perfiles a través de sus calles. Paseaba, alcoholizado y noctivago, por el Parque Lineal, perímetro de la ciudad que me conducía, después de atravesarlo, hasta su playa de vías, un páramo herrumbroso, oxidado y vacío de trenes, donde los perros abandonados agonizaban de aburrimiento y algún rascacielos rompía la monotonía horizontal de la ciudad con sus antenas.
Cuando llegaba la noche, Albacete se iba llenando de rubias adolescentes, opositores desencantados y profesores de literatura. Cada uno administraba como buenamente podía la paga de sus viejos y entre todos hacían la vida alegre de Tejares o la calle del Tinte. Cada uno de ellos ocupaba su terraza, una forma estival de tomar la calle, de hacerla suya, mientras yo me deslizaba lentamente por los pasillos que conducían hasta el Heartbreak Hotel, barricada musical desde la que uno se encontraba a sí mismo, embebido de blues y rock. Sin lugar a dudas, aquel sitio era lo más parecido al Savoy que yo frecuentaba en Gijón, una elegante tumba de paredes empapeladas de viejos vinilos, vagamente iluminada y nutrida de mujeres tatuadas dispuestas a beberse la vida.
Cuando Johny Cash apoyó sus brazos sobre la barra, todas las copas temblaron, se hizo un silencio reverencial y las miradas de los clientes dibujaron por enésima vez su perfil presidiario y crepuscular. Después, la música volvió a sonar y el rumor de la conversación continuó rebotando por las esquinas, como si allí no hubiera pasado nada.
Lo cierto es que en el Heartbreak hacía un calor espantoso que oprimía las sienes. Cash pidió un whisky sólo y con hielo cuando yo empezaba a beberme el segundo.
-Ava y tu érais como dos cuerdas afinadas exactamente en la misma nota.
-Por si no lo sabes, una de esas guitarras ya está rota.
-No te confíes. Ava era de esas mujeres que quería morir varias veces para vivir de verdad una sóla vida.
-Beber whisky favorece las buenas intenciones.
-Es mejor fumar hierba.
-En Albacete está tan seca que cuando la fumas ya es ceniza.
-Lo importante es que el fuego sobreviva a la ceniza. Fumar es como cantar una canción.
-A qué has venido Johny?
-Estoy aquí para decirte que huir no te va a servir de nada. "Garrote" está siguiéndote la pista. Van a hacer con tu lengua una corbata colombiana.
-Eso ya lo sabía.
-Mira en lo que te has convertido. Todos tus amigos, finalmente, se han ido. Todos los demás se quedaron con todo.
-Nunca tuve casa y la única mujer que amo me espera en el depósito de cadáveres.
-No me cuentes historias. Estás sentado sobre la silla de un mentiroso, lleno de pensamientos rotos que no puedes arreglar.
-Tranquilo Johny. Al final, los sentimientos desaparecen. Tu desaparecerás y yo seguiré aquí, al menos, unos cuantos minutos.
Johnny era una bandera negra, el símbolo de todos aquellos que estaban condenados a muerte, hombres y mujeres que pasarían al otro mundo sentenciados con una inyección letal, sentados en una silla eléctrica o envenenados en una cámara de gas. Admiraba a Johnny porque había tocado en la prisión de Huntville, Texas, y también en el penal de San Quintín, California. Los presos se sacudían con sus canciones y cuanto más gritaban, más felices se sentían. La tregedia americana estaba escrita en sus ojos, en sus oraciones, en las seis cuerdas de su guitarra. Johnny era un heraldo negro que anunciaba mi final y volvía a convertirme en una antena del mundo encaminada a descifrar el signifcado de todas las cosas inertes. Pero había algo que detestaba de Johnny. Estar a su lado era como vivir tu última noche.