domingo, 12 de abril de 2009

Semana Santa


El Papa Benedicto XVI aseguró hoy, durante su mensaje y bendición 'Urbi et Orbe', desde la Basílica de San Pedro de Roma, que la resurrección de Jesús no es un mito o un sueño, sino una «realidad histórica». Desconozco cuánta realidad histórica hay en todo ello, ni siquiera la audiencia televisiva que recibe el Papa con su bendición, pero lo que sí me parece una auténtica realidad histórica es que los españoles, avarientos y logreros, conversos, santos, viciosos y ateos se reúnen en Semana Santa a millares para celebrar unas vacaciones antes que una resurrección.
Tanto el currante como el empresario, así la puta como la beata tratan de besar los pies del hombre de los tres clavos, mientras Benedicto XVI asegura «que Jesús resucitó para que el hombre no desesperase pensando que con la muerte se acaba totalmente la vida». El Papa desconoce que la muerte de Jesús era una fiesta.
Muchos consideran la Semana Santa como una rémora de nuestro pasado franquista, derivándolo a un asunto folclórico y anticuado y, sin embargo, desconocen que la mayoría de las cofradías se fundaron tras la llegada de la democracia, en los años ochenta. Lo más interesante y curioso sigue siendo que en todo este revival
de mantillas, tocados y peinetas se reunen españoles de toda clase y condición. Este domingo de penitencia y resurrección finaliza con saetas derramadas por la estanquera de Vallecas, con palmas de trafulleros en paro acompañando a marquesas desvirgadas y con recuas de agoreros empalmados llorándole a María Magdalena.
La Macarena luce mejor sus lágrimas de pena si el sol las ilumina, creen los talibanes de Jesús, mientras rezan el rosario para que los palios rasguen los nubarrones y aleje la tormenta. Sin embargo, la Semana Santa es una tradición empañada de sangre y vino, de fiesta y de tragedia. Y todo eso se dibuja en el rostro de un gitano, cuando la lluvia impide que su Cristo ascienda por el Sacromonte a hombros de una cuadriga de albañiles, que al paso de las horas, lo ven todo más oscuro o menos claro.
Desde pequeño siempre tuve miedo a los encapuchados que vestían de nazareno, pero reconozco que había cierta lujuria en las enaguas negras de las mujeres linajudas que perfilaban sus caderas con el luto del viernes santo mientras sus maridos depositaban el dinero confiado en las tabernas. De modo que la Semana Santa española tiene la belleza del auto sacramental, el falso dolor de cincuenta cofrades poseídos de vinazo y la lascivia de esas mujeres tan engolfadas de Dios que de tanto amarlo lo convirtieron en su prisionero. Quizá por eso encuentro atractiva la Semana Santa, aunque hoy remato con este artículo impúdico, blasfemo y berbenero, cansado ya de ver por la televisión tanto pasacalles vespertino, tanto Cristo crucificado y tanto turista sacrificado deambulando de bar en bar como un pobre mártir al que hemos vaciado los bolsillos sin ningún tipo de compasión. Ay.