sábado, 21 de noviembre de 2009

Una de piratas


Los fondos marinos están llenos de barcos hundidos, tesoros robados y soldados caídos en batalla, devorados por las olas y la avaricia de los hombres. Siempre me gustaron las historias de piratas, hombres sin honor y sin palabra, nada que ver con Sandokán, al que admiramos porque es un héroe romántico y moderno plasmado en un folletín de periódico. Dice Emilio Salgari que durante diez años aquel rebelde ensangrentó las aguas del Mar de la China desjarretando a holandeses, ingleses y españoles. Con la frente fruncida, los ojos lúgubres, los dientes apretados, una mano junto a su cimitarra y otra empuñando un cuchillo envenenado, el caudillo de Mompracem, Sandokán, «Tigre de Malasia», dejó escrita en las costas de Borneo una leyenda de saqueos contra todos los imperios.
El Siglo de Oro español no es tan romántico como el que describe don Emilio, pero sí es un universo desgarrado, embarnecido por el brillo del oro y un reguero de sangre que se bebió la sed de los tiburones. Cuenta el diplomático Julio Albi de la Cuesta en su libro «De Pavía a Rocroi» que las aguas del siglo XVII estaban preñadas de galeotes y popes, arraces y comandantes de naves otomanas, prostitutas hacinadas en casas de carne, levantes y soldados de galera, guzmanes y matachines, curas pecadores y barraganas inservibles. Rojos caballeros de Malta, pícaros y conspiradores como Quevedo, mentirosos como el duque de Estrada y hombres que fingían ser Miguel de Cervantes llenaron de hazañas los océanos de entonces. Aquel mar del Levante era la alternativa entre «cenar con Cristo o en Constantinopla», mientras el oro de las Indias entrechocaba con el hierro de las cadenas y juntos dibujaban una pesadilla soñada por renegados, corsarios y espiones que se movían a sus anchas.
Han pasado cuatro siglos y los mares de Oriente siguen siendo la patria de los piratas. Las islas de la muerte de Salgari han dado paso a los estados fallidos de Noam Chomsky, pero la vida de un hombre sigue siendo moneda de cambio por unos cuantos millones de dólares. Hay quien espera, tras la liberación del buque «Alakrana», una nueva batalla de Lepanto y hemos mandado a los tercios a combatir a la piratería del nuevo siglo, saqueadores de piel negra que no se dejan dar caza.
La «operación Atalanta», en manos de una mujer bravía como Chacón, ha resucitado a nuestra Armada, pero la Fiscalía de la Audiencia Nacional cree que los piratas están en Europa y no en Somalia. Después de cuarenta y siete días de cautiverio, sabemos que los comisionistas de la City londinense saben sacar tajada de las aguas del Índico y nadie dice nada todavía del armador del buque que envía a sus marinos a combatir antes que a pescar.
Los filibusteros que rodean con sus Kalashnikov el cuerno de África nos hacen despertar de una pesadilla y volver la mirada al continente negro. Sigo pensando que hay más piratas en el Banco Mundial que en Mogadiscio, donde los señores de la guerra negocian todos los días con el hombre blanco la venta de armas.

sábado, 14 de noviembre de 2009

Violencia


Es una magnífica guitarra. Colgaba de la pared del Savoy, calle Dindurra. «Sí señor, aquel pedazo de madera es una hermosa escultura». Se lo dije al tipo que bebía a mi lado. Aquel viejo se sentía un político, un periodista y un soldado. Era rojo y mujeriego. Murió un 10 de noviembre, hace dos años, aunque yo creo que vive escondido en alguna trinchera o borracho en alguna cantina. Sus huellas dibujaron un sendero de violencia en la larga historia del periodismo porque era una mala bestia que no soportaba el paso de los años. Quizá por eso no distinguía el amor del odio ni la compasión de la soberbia. En cualquier caso, le gustaba escribir sin chaleco antibalas, coleccionar unos cuantos insultos en la boca o partirle a más de uno la cara. Apuñaló a su mujer con un cortaplumas porque la amaba, convirtió en dios a un boxeador y sacó a un asesino de la cárcel antes de que volviera a manchar sus manos de sangre. Todo el mundo se equivoca, pero gracias a Norman Mailer sigo pensando que lo mejor del periodismo es saber sobrevivir a la melancolía a base de buenas historias contadas en artículos de quinientas palabras.
Hace un par de semanas un tipo se empeñó en retocarme la ñapla. Bonito regalo de cumpleaños, me dije, mientras aquel cobarde escapaba. Incluso para un columnista, el periodismo es un oficio peligroso a las tres de la madrugada, si camina sólo por la calle y sólo piensa en abrazarse a la soledad de su almohada. Lo cierto es que hay tipos a los que no les gusta lo que uno escribe y prefieren ahorrarse la carta al director con un cabezazo. El riesgo de escribir, sin embargo, no está en el loco que nos espera a la vuelta de la esquina, sino en el corazón de quien ha vomitado a lo largo de su vida ríos de tinta y sólo ha logrado cosechar fracasos.
Pocos días después descubrí en un libro que para el escritor francés George Perec escribir era arrancar unas migajas precisas al vacío que se excava constantemente. Hacer una columna es dejar en alguna parte un surco, un rastro, una marca donde antes no había nada. Puede que no tenga mucho sentido, pero, de algún modo, comprendo al tipo que se enfada cuando me lee. De entre el tráfico y las multitudes, del calor y de la lluvia, surge un loco dispuesto a atizarte, sin saber todavía muy bien la razón que lo empuja. Me gusta pensar que es un hombre sin pasado alguno, impregnado de violencia, marcado por unas palabras escritas por otro.
En las noches del Savoy guardan un asiento para los tramposos que no saben escribir mentiras, por más que se emborrachen con los codos apoyados todo el día en la barra. De vez en cuando, Mailer se sienta a mi lado y me habla como si yo fuera realmente un fantasma. Su rostro acuchillado mira atentamente a la guitarra. «Es una buena herramienta para hacer llorar y para hacer bailar. Si quisiera matar a alguien, lo haría estrangulándole con sus cuerdas».

viernes, 6 de noviembre de 2009

Piel Americana


Íbamos buscando una sombra solitaria donde vaciar nuestro pecho de tristeza. Eso era entonces América, tierra baldía, oraciones de rifle, millones de hectáreas de odio y una hija suicida de la guerra. Pero hace un año, aquel negro de voz templada y justicia salomónica logró que un reverendo llorase por aquello que ya no creía, volvió a alimentar a su pueblo de esperanza y, después, allá donde pudo, buscó la ocasión de cumplirla.
Es cierto que Afganistán sigue siendo un polvorín sembrado de cadáveres, niños sin sonrisa y mujeres marcadas sin otro destino que ver correr la sangre, en una guerra huérfana de Bush, pero hija de un talibán con luenga barba. Cada nuevo día gimen más viudas, lloran más huérfanos y, como diría Shakespeare, hieren más pesares la bóveda del cielo. Sin embargo, el mundo, al salir el sol, se despierta desde entonces con un nuevo sueño todas las mañanas de noviembre. Desde que Barack Obama, el heraldo negro de Illinois, llegó a la presidencia norteamericana, los sacerdotes del petróleo han dejado de rezar en las mezquitas y una paz fría y nevada, ambigua y diplomática, se teje cada día sobre las cordilleras de Oriente. No le faltarán traidores a este mirlo empeñado en alcanzar la paz, pero, aunque parezca mentira, han dejado de sonar los cascabelones colgados en el pecho de un general persa y los artilleros americanos regresan mutilados de Irak a sus hogares, con el gesto triste y descansado.
Barak Obama intenta sostener el paraguas nuclear y ha enterrado la llave del Apocalipsis bajo los pies del soldado desconocido. Pero es verdad que la peor América, la puritana y reaccionaria, está acosando al presidente más europeo que habita las dependencias de la Casa Blanca. Mientras trata de construir los cimientos de una sanidad pública y trata de reducir la lista del paro, los republicanos lo acusan de comunista. Los halcones ven como peligra su negocio en las farmacias y en las armerías. América tiene un sueño y los cuáqueros pretenden convertirlo en una pesadilla.
Si hay algo que reúne a Obama y a Kennedy en el mismo despacho oval es su facilidad para convertir la política en un misterio, capaz de contagiar a millones de personas procedentes, cada una, de un origen distinto con una gran historia. Ambos consiguen que el hombre se transforme en un acontecimiento y en una conciencia capaz de apagar los viejos miedos fomentados por el viejo testamento, la cruda y cautelosa fe de quienes manejan fríamente y sin escrúpulos el poder del dinero.
La América de Obama ha logrado resucitar el New Deal. No es un hombre de izquierdas, pero sabe que la mano invisible del mercado siempre está del lado del más fuerte. Se enfrenta a la realidad cada día intentando parecer un hombre vestido de cualquiera, pero su popularidad desciende al ritmo del fracaso. Le piden en un año lo que cuesta un sueño. Ahora sabemos científicamente de qué material se forjan los sueños, pero el americano está impregnado de esperanza, la palabra que todo buen hombre escribe en el último verso de su tiempo.