viernes, 2 de octubre de 2009

Baltasar Garzón


Baltasar Garzón se lo ha preguntado al Tribunal Supremo: el Poder Judicial debe decidir si ampara a las víctimas del franquismo o si procesa al juez que se ha limitado a admitir a trámite sus denuncias. El franquismo sigue siendo una guerra fría entre vencedores y vencidos y esta semana, como una extraña paradoja, somete al juez que convirtió la democracia española en una audiencia nacional.
Siempre me gustó Garzón porque supo plantarle cara al terrorismo de ETA y de su entorno; porque encerró a un ministro de Interior y les apretó los testículos a los que hacían la guerra sucia; porque rompió la omertá gallega que había impuesto el narcotráfico en la Costa de la Muerte. Basta con que un tipo huela un poco a mierda para que el magistrado le dé un repaso en su despacho.
Uno no cree en la memoria histórica, pero sí cree en los testimonios que permanecieron ocultos bajo una lápida de silencio y una larga dictadura. Jorge Semprún me contó hace un par de años que eligió la literatura para contar las miserias del campo de reeducación de Buchenwald que vivió tras ser apresado por los alemanes mientras combatía en la Francia ocupada de Vichy. «El problema no era contar lo que había sucedido. Lo que nos preocupaba era saber si seríamos escuchados». El Holocausto no resultaba creíble y para algunos llegaba a parecer inimaginable. Ésa era la obsesión de Jorge Semprún y tantos otros hombres de la resistencia. La verdadera historia de los campos de concentración sólo podía ser transmitida a través de la literatura. Para ellos, se hacía necesario el artificio.
Ciertos testimonios, sin embargo, resultan tan ásperos, tan lacerantes, tan verídicos, que son capaces de resucitar los cadáveres enterrados en las cunetas. La historia de los desaparecidos durante la guerra civil y la posguerra española no está escrita en las memorias de ningún resistente ni en los libros de historia (tan parecidos a la prensa, que ahora todo el mundo los lee), pero sí se escriben día a día en los autos judiciales firmados por un juez que cree en su trabajo y lo cumple.
Todo hombre que busca la verdad es un sospechoso. Garzón es un sospechoso con la toga negra de los alguaciles alguacilados que tanto gustaban a nuestros clásicos. Está clarificando España desde la historia, que es otra forma de hacer justicia, aunque totalmente desprestigiada, porque la historia, en España, sigue siendo un panfleto. La derecha se ha lanzado a por el magistrado que coleccionaba amaneceres y detenía a dictadores a la hora del té, porque la democracia española, como decíamos antes, es una audiencia nacional por la que pasan hasta los jueces.
De nada sirve creer en los tres poderes del Estado si la justicia sigue siendo tuerta. Garzón concibe la justicia en términos absolutos y aún concede importancia a los generales muertos, si desentrañando sus crímenes y retirándoles sus galones se ofrece a las víctimas una digna sepultura. Pero este sabio ha dado en la clave esta semana. Lo ha dejado bien claro: ir contra Garzón es ir contra la democracia. Ay.

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