jueves, 27 de agosto de 2009

Cuando los perros ladran


Escapar del dolor es una reacción natural, pero si eres boxeador vas a su encuentro. Retorcido como un perro con los huesos rotos, recordé las palabras de Rocky Marciano, cuando le preguntaron por qué nunca había conocido la derrota. Rocky iba siempre al encuentro del dolor. Yo también iba al encuentro del dolor. Me sentí como si mordiera la misma lona que Rocky nunca mordió.
El indio me sentó en el suelo con la espalda apoyada contra la pared. La luz del sol me aplastaba la cara. Los perros, atados al poste, ladraban. Era como si ellos tambien quisieran participar en la fiesta y dejar en mi cuerpo sus babas. En momentos así, uno no suele pensar. Pero yo pensé que Dios no existía. Estuve así tres minutos, pensando que Dios no existía. También pensé en lo insignificantes que podíamos llegar a ser ante un indio con tenazas en las manos y lo bueno que sería no sentir el dolor. Entonces todos seríamos tan perfectos como un mosquito. Insignificantes y ajenos al dolor como un insecto cualquiera. Ajenos al dolor como una hormiga, una araña o una cucaracha. Auténticos supervivientes de la bomba atómica. Esa podía ser una gran ventaja, claro que sí. Superar el dolor, sobrevivir a una bomba. Pero allí estaba yo, al encuentro con el dolor, como me había dicho en una ocasión Rocky Marciano.
Rocky supo lo que era el lujo. También pensé en el lujo. El indio seguía pateándome la cara, mientras yo estaba sentado en el suelo, con la espalda apoyada contra la pared, pensando en el lujo. En el lujo de no tener memoria, en el lujo de pensar y no salir huyendo. Después abrí los ojos y contemplaba, como desde un sueño, a un indio cherokee cortando cabelleras, mientras los coches morían en un cementerio igual que rinocerontes que no han logrado atravesar el desierto. Yo estaba en el cementerio, recordando a Rocky Marciano junto al indio cherokee, junto a un viejo muerto, junto a una rubia muerta, como un pastor que ha perdido su rebaño, imconmprendido por las piedras.
El indio tenía un rostro cetrino y malévolo y los ojos de un diablo loco que dibujaba su sonrisa retorciéndole el perscuezo a un hombre maniatado. Los perros seguían ladrando. No se cansaban de ladrar. Los soltarán, los acercarán a mi cuerpo, lo olerán, lo patearán y después se darán conmigo una buena fiesta.
-Muchacho, sin duda eres un tipo muy agradable, que se siente feliz en el mejor de los ambientes. Por qué no acabas conmigo de una puta vez y me das de comer a los perros?
Entonces el gigante se fue de la garita. No hubiera imaginado que todo iba a ser tan fácil. Me reí como un loco que ha perdido la esperanza, como un fugitivo que se cree libre y no sabe después a dónde ir. Después me dormí, dormí plácidamente, mientras la sangre se cuajaba en mi boca, mientras los perros trataban de zafarse de sus cadenas, mientras el sol se ponía, mientras la soledad acariciaba mi cara.
Debía de ser tarde, lo suficiente como para sentir el frío de la noche. Escuché el motor de un carro. Levanté la cabeza. Los perros volvieron a ladrar como si de una jauría se tratara. La rubia seguía allí, el viejo también estaba allí. Las moscas se peleaban por ellos y yo era un insecto al que le habían cortado las alas. Dos luces se aproximaron hacia la garita lentamente, como dos luciérnagas perdidas en la nada. El mercedes se detuvo. Detrás de él le siguieron otros cuatro carros. Ví como la puerta del primero se abría y un tipo corpulento con zapatos relucientes pisaba el suelo regado de sangre y arena. Conté quince personas, pero sólo "Garrote" y el indio se metieron en la caseta.
-Vaya, vaya, todavía estás aquí.
-Sí, este es un buen sitio para descansar.
-Escucha lo que dice, indio. El pinche conserva aún la guasa. El gallego tiene aguante.
-Que te jodan.
-No,no,no...Cuida tus modales,perro asturiano. Estás hablando con "Garrote".
Tenía las muñecas hinchadas y las piernas acalambradas. No debí moverme tanto, mientras me atizaban. Comencé a aceptarlo de la mejor manera. No era el momento de llorar, ni de recordar, era la hora de mirar dentro de mi y de tratar de comprender que a veces uno se va de este mundo inesperadamente.
-Mira, cabrón, a pesar de todo, me caes bien y a lo mejor esta noche salvas tu pellejo si me dices donde está el puto diario. Te voy a contar una historia. Sabes qué? Yo me he cargado a unos cuantos boinas verdes, sí, como te digo, allá en Colombia. Los muy cabrones piensan que aquello es otro Vietnam. Valla que sí. Yo he mandado matar a muchos yankis que sólo iban a joder. Yo he matado a más hijos de puta que tú. Mi padre fue un soldado de las FARC renegado, pobre como las ratas. Un día apareció por Medellin dando sermones en cantinas y burdeles. Algunos creyeron que era un infiltrado, pero fue mi madre quien lo metió en su casa y evitó que lo mataran. Vivió con ella cuatro meses y después desapareció. Tengo treinta años y sé lo que es la guerra, sé lo que es morir, sé todo eso, pinche cabrón, y ahora no vas a ser tú el que me joda la marrana. A "Garrote" no le folla una cucaracha.
Los perros seguían ladrando. El colombiano blandió un puñal y, agachándose, lo acercó a mi garganta. Los perros continuaron ladrando, arañando con sus zarpas el suelo del cementerio, dejándose las uñas y fabricando una polvareda que se metía en la garita y penetraba en mi garganta.
-Mira cabrón, con este pincho he recosido a más de uno y a más de una. Tu amorcito no lo necesitó, le bastó un disparo en la sesera y plof, cayó como un saco de arena bien roto, pues. Ahora colabora, amigo, y cuéntanos donde está el puto libro.
Antes del alba se vio cercado por la policía. "Garrote" se quedó dentro, agachado, dibujando la expresión de un loco que se sabe acorralado, mientras los demás se dispersaban, como cucarachas que no encuentran la salida. El indio abrió fuego. Se desplomó a mis pies, con cuatro tiros encajados en el estómago, suficientes para que le sellaran el pasaporte al infierno. El tiroteo duró veinte minutos. El juez tuvo que hacer equilibrios con los pies para no pisar las tripas del colombiano. Nunca olvidaré que Oswaldo "Garrote" salió de la garita blandiendo su arma y disparando al cielo sus últimas balas. Cayó acribillado y, como un mártir, se despidió de todos nosotros gritando "Hijos de puta, si os dejo con vida es por que habréis de amortajárme como a un ángel".

miércoles, 26 de agosto de 2009

Un mundo sucio


Nadie puede ser honrado aunque lo quiera. Ese es el problema de esta ciudad y de este país. Te quedas con el culo al aire si lo intentas. Tienes que jugar sucio si quieres ganar y nadie entiende que te paguen por decir la verdad. Recostado sobre la cama, me puse a pensar y mis ideas comenzaron a circular en el cerebro de un modo sádico y siniestro. Pensé en mafiosos colombianos, en lenguas cortadas, en viejos proxenetas y en barcos sin retorno navegando sobre aguas gélidas. También pensé en putas asesinas, en actrices muertas, en escritores malditos y en cómicos adictos a la cocacína. Pensé en viejos periodistas tratando de escapar del ostracismo, en vaqueros que habían logrado regresar del otro mundo, en ciudades levantadas sobre el desierto y en un par de balas bien acomodadas en mi cabeza. Pensé en muchísimas cosas hasta que mis ojos se cerraron.
Fue la llamada de Piñeiro la que interrumpió mi última resaca. Una resaca cojonuda, una juerga latina en la que mis nueronas tocaban despiadadamente las maracas. Al escuchar su voz al otro lado del teléfono creí que mi conciencia había regresado a mi cabeza para ejecutar su última venganza.
-Tu coche.
-Qué pasa con mi coche?
-Tienes una forma muy peculiar de olvidarte de las cosas. Lleva cuatro días en el desgüace y todavía no has pasado a recogerlo. No tienes remedio.
-Y cuál es el problema? Te das cuenta de que son los nueve de la mañana? A esa hora los muertos descansamos en la cama.
-Me da absolutamente igual. Tu Ford se parece tanto a un acordeón que se podría tocar con él una polca.
-Muy bien, gracias por la metáfora, Piñeiro. Si eso es todo lo que tienes que decirme, puedes estar tranquilo. Esta tarde se lo diré a la compañía.
-Imbecil. No te llamo sólo por eso. Debes ir lo antes posible y recuperar lo que había en la guantera.
-No recuerdo que hubiera nada en especial.
-Pues el mecánico del desguace no piensa lo mismo. Se encontró un buen pistolón y una agenda azul llena de anotaciones extrañas. Creyó que las dos cosas eran demasiado peligrosas como para venderlas por su cuenta. Estoy convencido de que eres incapaz de disparar un tirachinas pero, últimamente, eres una caja de sorpresas. Será mejor que te deshagas de todo eso y desaparezcas.
-Por qué todo el mundo quiere que me disuelva?
Piñeiro colgo el teléfono. Conseguí arrancarme de la cama, me froté la boca y me tropecé con la esquina de la cama. Aún estaba lanzado maldiciones cuando se oyeron unos golpes enérgicos en la puerta, el tipo de llamada imperiosa que despierta el deseo de no abrirla hasta que alguno de los dos la echa abajo.
Abrí un poco más de cinco centímetros. Me encontré delante de un revolver que me apuntaba a la cara. La tuerta vestía un traje negro muy pulcro, muy limpio y muy solemne, más propio de la secretaria de un banco que de una fulana de Gijón. La rubia empujó un poco más la puerta y yo me aparté para dejarle pasar. Entró, cerró y miró a su alrededor con una expresión desagradable desprendida de su único ojo.
-Si me sigues mirando así acabarás ciega.
-No te hagas el gracioso. Llevo dos días buscándote.
-Pues aquí estoy. Ya me tienes.
-Sabes muy bien qué es lo que quiero.
-Creo que ya sé donde está el libro.
-Enséñamelo.
Recorrió el apartamento lentamente.
-El libro no está aquí, si eso es lo que buscas en este momento.
-Dónde está?
-Es curioso, nunca se ha separado de mi. Mejor dicho, desapareció el día que me propuse buscarlo. Pero ni siquiero eso lo sabía.
-No me interesan tus explicaciones.
-Tendrás que acompañarme hasta el desgüace de esta ciudad.
-Si lo que pretendes es hacerme caer en una trampa estás muy equivocado.
-Tranquila nena, ese libro no es mío. No tengo nada que ver con él.
Me vestí mientras la rubia me vigilaba. Después nos acercamos en su coche hasta aquel cementerio de carros. Llamé a Piñeiro para que me indicara el lugar. Mientras conducía, aquella rubia me apuntaba con su pipa, sin quitarme el ojo de encima.
-Si haces algo extraño, te desjarreto aquí mismo, cabrón.
-Lo que tu digas, encanto.
Cuando llegamos al desgüace, nos encontramos ante una gran explanada donde los coches se amontonaban completamente destripados. Tuve la sensación de que estaba en mi propia casa, o mejor dicho, la sensación de que el sitio era un lugar agradable, si lo que deseas es que tu cuerpo huela siempre a gasolina. Sin embargo, algo me decía que no iba a salir vivo de allí.
El silencio se extendía por cada una de las calles que formaban aquellos carros colocados en bloques. Aquel desgüace era una ciudad fantasma. Los ladridos de un par de sabuesos atados a un poste nos guiaron hasta la garita donde, supuse, estaría el mecánico del que me había hablado Piñeiro.
-Como hagas algo extraño delante de ese tipo, date por muerto.
-No te preocupes, cariño. Cinco minutos y el libro será todo tuyo.
Una mosca rozó su frente y después se posó sobre el orificio de su estómago. El silencio del cuarto y su rostro petrificado indicaban que la muerte se había dado un garbeo unas horas antes por allí. La sangre aún estaba fresca, aunque el cuerpo estaba frío y rígido como un lingote de hielo. Supuse que al viejo no le dieron tregua. Primero lo ataron a la silla y después lo amordazaron. Seguramente lo torturaron hasta exprimirle la última lágrima. En sus dedos no había uñas y sobre sus pies había un charco de sangre que se extendía hasta los nuestros. Cuando despertó, le dieron una última oportunidad. Para entonces, lo mejor era una bala y acabar con tanto sufrimiento.
-Parece que alguien se nos ha adelantado. A este viejo le han dado matarile.
-Esto complica un poco tu existencia, Guillot. Es mejor que me digas dónde está el puto libro antes de que te vuele la cabeza.
-Por qué diablos todo el mundo se siente tan seguro cuando me apunta con una pistola.
-Los muchachos de "Garrote" se nos han adelantado, pero si el viejo no ha sido capaz de decirles dónde coño está, nos estarán esperándo aquí.
Sentí una ráfaga de aire. Después me llegó un olor a sangre nueva. Quezá era la mía. Mis ojos se nublaron, pero antes de desvanecerme, me llevé el recuerdo de un armario golpeándome la nuca y sujetándome los brazos a los costados. También recuerdo que la tuerta sacó su revolver de la chaqueta, pero la llevaba abotonada y fue demasiado lenta para disparar contra alguien antes de que se la cepillaran. Tuve la sensación de que me iban a saltar la tapa de los sesos en cualquier momento. Después, aquel monstruo me sujetó por las muñecas y me las retorció antes de que su rodilla se clavase en mi espalda, doblándome el espinazo como si fuera un mondadientes. Luego aquellos dedos de hierro me recogieron del suelo, atrapando mi garganta como si fuera una cañería del desagüe.
-Suéltalo, indio. Aquí ya hay bastante carne humana en descomposición. Él nos dirá dónde está el coche.
-Ah, mierda de asturiano.
Recuerdo que caí al suelo como un paquete de cigarrillos estrujado. Me desmayé con el rumor de una buena frase, que dejaré escrito sobre mi tumba.
-Ya tendrás tiempo para divertirte. No es más que un sucio hombre en un mundo sucio.

jueves, 20 de agosto de 2009

Heartbreak Hotel


La vida en Albacete irrumpía sin el lastre del peligro de Gijón. La maraña húmeda del norte había dado paso a la claridad desértica del sur. Hacía tanto calor que no necesitaba las cerillas para encender un cigarrillo. Lo peor del verano es que los días se acobardan y la rutina pesa tanto como una losa de cemento. Cuando terminaba la hora de la siesta, aquel sobrante de sueño, me sentía tan arrugado, sudoroso y aturdido como la colcha de un prostíbulo. Después, cuando el sol se ponía, uno creía que alguien ta había perdonado la vida y, efectivamente, la noche se abría paso anunciando la llegada de un nuevo día.
Entraba la noche por las esquinas de la vida, recorriendo plazas y bares, parques, templos y camas. Aparecía la noche como un vértigo por la ciudad desprevenida y se esparcía por los bordes de mi vaso, mientras uno se la bebía, a largos tragos, enfermo de insomnio y pasado.
Albacete iba concretando sus perfiles a través de sus calles. Paseaba, alcoholizado y noctivago, por el Parque Lineal, perímetro de la ciudad que me conducía, después de atravesarlo, hasta su playa de vías, un páramo herrumbroso, oxidado y vacío de trenes, donde los perros abandonados agonizaban de aburrimiento y algún rascacielos rompía la monotonía horizontal de la ciudad con sus antenas.
Cuando llegaba la noche, Albacete se iba llenando de rubias adolescentes, opositores desencantados y profesores de literatura. Cada uno administraba como buenamente podía la paga de sus viejos y entre todos hacían la vida alegre de Tejares o la calle del Tinte. Cada uno de ellos ocupaba su terraza, una forma estival de tomar la calle, de hacerla suya, mientras yo me deslizaba lentamente por los pasillos que conducían hasta el Heartbreak Hotel, barricada musical desde la que uno se encontraba a sí mismo, embebido de blues y rock. Sin lugar a dudas, aquel sitio era lo más parecido al Savoy que yo frecuentaba en Gijón, una elegante tumba de paredes empapeladas de viejos vinilos, vagamente iluminada y nutrida de mujeres tatuadas dispuestas a beberse la vida.
Cuando Johny Cash apoyó sus brazos sobre la barra, todas las copas temblaron, se hizo un silencio reverencial y las miradas de los clientes dibujaron por enésima vez su perfil presidiario y crepuscular. Después, la música volvió a sonar y el rumor de la conversación continuó rebotando por las esquinas, como si allí no hubiera pasado nada.
Lo cierto es que en el Heartbreak hacía un calor espantoso que oprimía las sienes. Cash pidió un whisky sólo y con hielo cuando yo empezaba a beberme el segundo.
-Ava y tu érais como dos cuerdas afinadas exactamente en la misma nota.
-Por si no lo sabes, una de esas guitarras ya está rota.
-No te confíes. Ava era de esas mujeres que quería morir varias veces para vivir de verdad una sóla vida.
-Beber whisky favorece las buenas intenciones.
-Es mejor fumar hierba.
-En Albacete está tan seca que cuando la fumas ya es ceniza.
-Lo importante es que el fuego sobreviva a la ceniza. Fumar es como cantar una canción.
-A qué has venido Johny?
-Estoy aquí para decirte que huir no te va a servir de nada. "Garrote" está siguiéndote la pista. Van a hacer con tu lengua una corbata colombiana.
-Eso ya lo sabía.
-Mira en lo que te has convertido. Todos tus amigos, finalmente, se han ido. Todos los demás se quedaron con todo.
-Nunca tuve casa y la única mujer que amo me espera en el depósito de cadáveres.
-No me cuentes historias. Estás sentado sobre la silla de un mentiroso, lleno de pensamientos rotos que no puedes arreglar.
-Tranquilo Johny. Al final, los sentimientos desaparecen. Tu desaparecerás y yo seguiré aquí, al menos, unos cuantos minutos.
Johnny era una bandera negra, el símbolo de todos aquellos que estaban condenados a muerte, hombres y mujeres que pasarían al otro mundo sentenciados con una inyección letal, sentados en una silla eléctrica o envenenados en una cámara de gas. Admiraba a Johnny porque había tocado en la prisión de Huntville, Texas, y también en el penal de San Quintín, California. Los presos se sacudían con sus canciones y cuanto más gritaban, más felices se sentían. La tregedia americana estaba escrita en sus ojos, en sus oraciones, en las seis cuerdas de su guitarra. Johnny era un heraldo negro que anunciaba mi final y volvía a convertirme en una antena del mundo encaminada a descifrar el signifcado de todas las cosas inertes. Pero había algo que detestaba de Johnny. Estar a su lado era como vivir tu última noche.

miércoles, 19 de agosto de 2009

Un sueño, una ciudad, un suspiro.


Un sueño fue lo que me impulsó a venir hasta Albacete. Yo conducía a lo largo de una carretera rural. Eso era todo. Era verano, al crepúsculo, o si no, se trataba de una extraña noche tenuemente radiante, la clase de noche que sólo existe en los sueños. Conducía decididamente a hacia alguna parte. Al parecer, huía de un sicario colombiano, pero también de una ciudad del norte y una mujer muerta. A mi derecha había un llano completamente gris, sin casas ni cabañas, y a mi izquierda se veía una larga fila de cipreses sombríamente amenazadores que flanqueaban la carretera. El viento silbaba entre las ramas y sus hojas pendían cargadas de rocío. Sentía pena de mi mismo. Sentía pena de ese incompetente que avanzaba al caer la noche sin ninguna promesa de llegar a alguna parte. El recuerdo de Ava pervivía, más allá del tiempo y la distancia. Su figura, sus ojos, su sonrisa, aparecían y desaparecían como el pulso de luz de un faro marítimo que se abría en la oscuridad, la misma luz que me hizo despertar de aquel sueño, antes de que me estrellara contra la cuneta.
Veinte o treinta fueron los minutos que tardé en recuperar la consciencia. Una buena cabezada. Abrí los ojos y contemplé una fría estrella borrosa que después se transformó en una luna aterciopelada. Mis manos aún empuñaban el volante. Intenté reincorporarme en el asiento y el dolor se disparó desde la nuca hasta los tobillos. Después salí del coche. Todavía atontado, traté de equilibrarme sobre las palmas de las manos. A escasos metros escuchaba el paso de otros coches. Más cerca, el canto de los grillos. Entonces todo me pareció un hermoso tormento que se clavaba en mi nuca.
Me dolía mucho la cabeza. No es que me sirviera de mucho, pero había convivido toda mi vida con ella. Ahora la encontraba más blanda, más hinchada y más dolorida que de costumbre. Pero todo estaba en su sitio. Entonces pensé que veinte o treinta minutos dan para mucho. En ese tiempo puedes morir, pero tambien puedes sacarte una muela, puedes casarte y, por qué no, también puedes joder a la mujer de tu peor enemigo. En veinte o treinta minutos también puedes beberte media botella de whisky o destruir un rascacielos, incluso dos, y matar a tres tipos si la cosa se pone muy fea. Veinte o treinta minutos fueron suficientes para que Piñeiro me recogiera en su coche, y otros veinte o treinta fueron necesarios para pisar otra vez Albacete, más arrepentido que encantado, y para qué negarlo, un poco más tieso.
-No era necesario que estrellaras el coche para que te recogiera.
-Me quedé dormido al volante. Estaría bien que preguntaras, al menos, si sigo entero.
-Eso ya lo veo. Tu estatura no ha cambiado desde la última vez que nos vimos.
-Sí, es cierto, he dejado de crecer y mamá ya no me acompaña al water. Escucha Piñeiro, necesito un lugar donde dormir.
-Necesitas un hospital.
-Me conformo con una cama.
-Estarás mucho tiempo por aquí?
-No lo sé. Lo suficiente. Ya me quieres echar?
-Necesito un redactor.
-Y qué gano yo a cambio.
-Un trabajo que te aclare las ideas.
-Necesito plata.
-Piénsalo de esta manera: incluso un trabajo mal remunerado puede ser un paso hacia adelante.
-No me interesa tu filosofía.
-Ahora vamos a tomar algo y me cuentas qué problemas te traen a Albacete.
-Qué te hace pensar que tengo problemas?
-Paradójicamente, sólo escribes bien cuando tienes problemas.
-Soy periodista, no un detective.
-Nadie llama a las cuatro de la madrugada para sacarte de la cama e invitarte a una copa.
-Un whisky suavizaría un poco las cosas.
-Supongo que estás tratando de salvar tu pellejo y has pensado que nadie te imagina en Albacete.
-Vamos a por ese whisky.
Nos conocimos hace un año en la redacción de El Pueblo y cuando le escuché decir que sin periodistas no habría cadáveres, supe que no tardaría mucho tiempo en compartir una botella de whisky con él. A la primera ronda comprendí que Alfonso Piñeiro amaba y despreciaba el periodismo a partes iguales. Habría sido un buen redactor jefe, de no ser porque vivía rodeado de incompetentes que se pegarían un tiro antes de tener que leer un libro. No tardaron mucho tiempo en darle el finiquito. Lo suyo era buscar los huevos en el nido de las águilas, un forajido que hacía la guerra por su cuenta contra concejales y gariteros. Para Piñeiro, el periodismo seguía siendo una herramienta para la conspiración, la seducción, el robo y el asesinato. Alfonso, ingenuamente, confiaba en que el lector haciera realidad sus pensamientos.
Nos tomamos una copa y después caminamos hasta su casa. Mientras atravesábamos la vieja catedral, comprendí que en Albacete el tiempo transcurría de otra forma. Un segundo equivalía a cuatro siglos. Incluso el viento se detenía ante aquella acumulación de tiempo detenido. Albasit no era una ciudad, no era un estilo, era algo más que un sueño, quizá un eterno y cálido suspiro.


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miércoles, 12 de agosto de 2009

El mar


Somos una tienda de relojes. Por dentro, cada uno de nosotros va marcando su propia hora. Mi cuerpo era una relojería y cada pálpito restaba un segundo más a mi existencia. Intenté escuchar mi corazón con la llema de los dedos, pero no era capaz de sentir nada. Alguien había estado en mi casa mientras yo platicaba con el viejo. Alguien buscaba en mi casa un libro con anotaciones, números, nombres, clientes y, quizá, si aquel cabrón no mentía, alguien también me buscaba a mi. Aunque no tenía corazón, sentí un soplo en la aorta, algo que me ahogaba. Quizá era el soplo de Dios, quizá era el soplo del miedo.
Me acerqué al minibar y destapé una botella de whisky. Mientras lo bebía desde la ventana del salón, podía ver cómo rompían las olas de San Lorenzo en la madrugada. En la orilla del mar todo son estrechas franjas horizontales. El mundo parece algo tan simple que uno es capaz de verlo reducido a unas cuantas líneas largas y rectas, apretadas entre el cielo y la tierra.
De niño, todo lo nuevo nos asombraba. Tratábamos de vencer las olas del mar sumergiéndonos en ellas o rompiendo nuestro pecho sobre la espuma encrestada que las traía. Corríamos por las estrechas calles de Gijón asombrados de todo. Fingíamos matar y morir todas las tardes. Todo era una hermosa mentira donde los acontecimientos estabas nimbados por el misterio. Pero ahora el misterio ya no era algo nuevo, sino algo conocido que regresaba convertido en un fantasma.
Marco Romano apareció esa misma noche por mi apartamento mientras yo preparaba la maleta. Marco había sido ayudante de cámara quince años antes. Había vivido mucho tiempo en Barcelona, rodando cine porno junto a Emiliano Lapiedra. A Lapiedra le iba el cine con tullidos y enanos, muchos vampiros y mujeres enmascaradas. Yo sabía que a Marco no le gustaba ese rollo barroco, grotesco y decadente. A Romano no le molestaba que Lapiedra convirtiera el cine porno en un circo para monstruos, lo que no soportaba era rodar con una polla a cinco centimetros de su nariz. Huelen muy mal.
Después de abandonar a Lapiedra, Marco comenzó a rodar cine de terror. Hay más drama en la vida de un zombi que en una orgía con cuarenta fulanas. Luego se refugió en el documental. Ahora estaba arruinado. Aún así, amaba el cine sobre todas las cosas. Solía decir que era el único arte capaz de convertir a una pobre prostituta en una honrada mujer capaz de salvar al mundo de todas sus miserias. Todas las noches bebíamos una botella de whisky. Inventabamos juntos historias y contabamos anécdotas más brillantes que una buena mentira.
-Media ciudad te busca vivo y la otra mitad pretende tu cabeza.
-No se puede caer bien a todo el mundo.
-Veo que estás haciendo la maleta.
-Estoy metido en problemas.
-Adónde vas?
-Si te lo dijera, entonces te buscarían a tí y no pretendo sembrar esta ciudad de cadáveres.
-Ava siempre fue un problema, pero no quisiste aceptarlo hasta que una noche apareció muerta.
-Es una buena historia, escribe un guión con ella.
-Ahora sólo me tira el documental.
-Entonces nunca llegarás a nada. A los hombres les repugna todo lo que huele a realidad.
-De momento tengo mi cabeza sobre los hombros. Creo que tu no podrás decir lo mismo mañana.
-Cuanto piden por mi cabeza?
-No me tomes el pelo. Un periodista no vale nada.
-Si vienes a por el libro, entonces te has equivocado.
-Todo el mundo piensa que lo tienes.
-El mundo suele estar siempre equivocado.
-Eso es lo que todos dicen cinco segundos antes de saberse arruinados.
Me fijé en sus ojos durante un par de segundos. Primero me miró con desprecio, pero luego dibujó una sonrisa y comenzó a reir. Marco había sido siempre un buen amigo. Nos bebimos nuestro último whisky antes de que se fuera.
-Me voy de aquí. Si encuentras ese dichoso libro, ya sabes lo que debes hacer con él. A mi no me interesa y nunca me interesó. Sólo me ha traido problemas.
Marco se despidió con un fuerte abrazo.
-Si vuelves a Gijón, te estaré esperándo aquí.
Ser el centro de una novela comenzaba a aburrirme demasiado. Yo quería escribir una historia de amor, pero todo lo que vivía era negro como boca de lobo. Quizá es que toda historia de amor esconde una historia de zombis. En ese caso, Marco había acertado.
Las novelas como las mujeres, le llevan a uno por donde quieren. Mailer decía que la novela era una gran puta. No se equivocaba. Había que escapar de esa puta, del mismo modo que Ava escapó para siempre. Una hora después, Gijón era una postal a mi espalda. Ya estaba en carretera, en dirección al sur:
-Hello, Albacete?

jueves, 6 de agosto de 2009

La muerte y sus elecciones


La muerte hace sus propias elecciones. Y la última noche que pasamos juntos, decidió que Ava debía morir una vez más. La policía encontró su cuerpo desnudo y maniatado, tendido sobre la arena de la playa, con un buen disparo en la cabeza. El policía escribió en su informe que el viento silvaba por la herida y también dejó escrito que la bala no logró borrarle la sonrisa de la cara. Cuando leí la noticia, pensé que su muerte había sido tan confusa como el resto de su vida.
Hace dos noches recibí una llamada. Un encuentro, una dirección, el nombre de Ava y la voz de una mujer que me citaba a las afueras de Gijón.
El nordeste soplaba con fuerza. Era una casa pequeña, alzada cerca de un acantilado que se habría más allá del dique Torres. Por la expresión de su rostro supe que yo no era el hombre que la mujer esperaba. Se trataba de una rubia alta, tuerta, nerviosa y esbelta. Fumaba un cigarrillo mientras veía desde la puerta cómo me acercaba.
-Eres más bajito de lo que pensaba.
-Si tuvieras dos ojos, me verías más alto.
Dibujó una mueca en su cara. No era hermosa, ni siquiera guapa, pero daba la sensación de que a su lado siempre sucedían cosas.
-Cariño, no he venido aquí a limpiarte los zapatos.
-No es a mí a quien tienes que ver. Dentro, hay un hombre esperándote.
-En ese caso, me voy. Ha sido un placer.
Antes de que me girara, sentí que del otro lado de la puerta un hombre tosía con dificultad. La mujer se enderezó, como si le hubiera dado un calambre en la espalda. Oí crujir bruscamente una silla, oí pasos y vi a un viejo moribundo de aspecto cadavérico y señorial que se acercaba lentamente hacia mí. Vestía una bata morada encima del pijama y trataba de apuntarme temblorosamente con una pistola.
-No se vaya. No hemos hablado todavía.
-Ni creo que lo hagamos. No me van los viejos y, menos aún, si no tienen puntería.
-Guardese su sarcasmo para otra fiesta, Guillot. La cosa es más seria de lo que piensa.
-Últimamente no pienso. No sé lo que me pasa.
-Si no quiere acabar como su amiga, siéntese en el salón y bébase lo que quiera.
-Al menos, espero que el whisky sea bueno.
-Y lo que tiene que oir también.
Después de cruzar la puerta tomamos asiento en el sofá de lo que, supuse, era el salón de aquella casa. Nos observamos sobre un suelo oscuro cubierto de tapices y unas cuantas alfombras procedentes del Sáhara. Parecía un hogar, con una pianola y unas cuantas estanterías cubiertas de libros. Las ventanas estaban abiertas y el nordeste soplaba con más fuerza. El viejo tenía la piel amarilla. Estaba lo suficientemente podrido como para saber que no estaría mucho tiempo vivo.
-Muy bien, ya estoy sentado. Dónde está ese whisky?
-No tenga tanta prisa. Mariana, por favor, traenos una botella.
La tuerta se fue hacia la cocina, mientras el viejo dejaba el revolver lentamente sobre la pianola.
-Sé muy bien quién es.
-Entonces ya sabe algo más que yo. Ilústreme.
-Aún no comprendo qué pudo ver Ava en un tipo como usted.
-Yo tampoco. Qué le vamos a hacer. ¿Cómo dijo que se llamaba?
-Todavía no he dicho nada.
-Qué lástima.
Me levanté, dando signos de que aquella conversación había terminado.
-Oiga, todavía no sé con quién diablos estoy hablando. ¿es siempre así de duro o sólo cuando lleva puesto el pijama?
La rubia se acercó con el hielo, los vasos y la botella.
-Gracias princesa, pero creo que no pinto nada aquí. Al final, vas a ser más simpática de lo que creía. Tendremos que dejarlo para otra ocasión.
Pasó entre nosotros y se coló como una gata hacia otra habitación. El viejo continuó hablando.
-Siéntese, por favor. Me llamo Gonzalo Giménez Montalbo.
-Muy interesante. Pero con eso no me dice nada.
-Tengo unos cuantos prostíbulos en la ciudad.
-No le culpo. A su edad, seguro que yo también desearé morirme en uno.
-Escuche Guillot. Será mejor que abandone lo antes posible esta ciudad. Hágame caso. Quería mucho a Ava y antes de que la mataran estuvimos juntos. Trabajó un tiempo conmigo. Eramos buenos amigos. Me dijo que lo amaba.
-Ava sabía mentir muy bien.
-Hay otros tipos que le buscan. Saben que Ava pasó una de sus últimas noches con usted. Antes de morir,les robó algo que les pertenecía y ahora rastrean sus pasos.
-Muy bien. Ava ha muerto. Fin de la historia. Yo no pinto nada.
-No es tan fácil. Mis amigos creen que usted tiene...
-Espere. Todavía no sé de qué cojones estamos hablando.
-Antes de que se conocieran, la chica estuvo con un traficante llamado Oswaldo Pérez, alias "Garrote". A "Garrote" no le sentó nada bien que usted se beneficiara a la chica. Nada fuera de lo normal. Para entonces, ya no mantenían ningún tipo de relación. Sin embargo, las cosas se complicaron cuando Ava empezó a necesitar dinero. Primero vino a mí. Le dí bastante pasta, pero cuando ya no pudo exprimirme más, se vio empujada a hablar con el colombiano. Ava estaba loca, pero no me imaginé que llegara a tanto. Quiso chantajearlo. Le pidió dinero a cambio de silencio.
-A qué silencio se refiere?
-"Garrote" asegura que Ava anotó en un diario todos sus movimientos. El dinero que circulaba, la cocaina que vendía y los clientes con los que trataba. Si apareciera ese diario y cayera en manos de la policía, Garrote estaría acabado.
-Y qué coño pinto yo en toda esta historia?
-El colombiano cree que ese diario lo tiene usted ahora.
-Bueno, pues dígale a ese tipo que Ava y yo simplemente follamos, que me robó el corazón y que no lo devolvió cuando se la cepillaron.
-No será suficiente. Antes de que yo diga nada, también seré otro cadaver en esta ciudad. Hágame caso, será mejor que se marche.
-Y por qué tiene tanto interés en que siga vivo?
-Porque a mi sí me interesa ese diario. Sólo quiero saber lo que Oswaldo oculta en esos papeles.
-Quiere hacer un negocio con mi cabeza.
-Más o menos. A mi edad ya no hay tiempo para muchos negocios y los pocos que se hacen, dificilmente se recuerdan.
Bebí de un sorbo mi vaso y lo miré con cierto desprecio.
-Viejo hijo de la gran puta. Ya le he dicho que yo no tengo ese condenado libro.
-Usted no lo tiene, pero lo tendrá. Lo tendrá para mí.
-Lo más probable es que Ava fuera de farol con ese tipo. No recuerdo que escribiera ningún diario. De hecho, no recuerdo que escribiera nada. Aparecía y desaparecía como un fantasma. Tal vez ese "Garrote" se lo tomara a mal. Es posible que un disparo en la cabeza reforzara sus argumentos, pero qué sentido tiene que busque a un periodista que ya no escribe.
-La gente se siente más atraida por los trenes que descarrilan que por aquellos que llegan a su hora. Garrote teme que usted o cualquier otro lo publique o se lo entregue a la policía.
-Y para evitar que cante la gallina aparece usted y su amiguita.
-No tenemos mucho más de lo que hablar. Ya sabe todo lo que necesita y lo que le interesa. Encuentre ese libro, démelo y desaparezca.
La rubia pidió un taxi para mí. Al cabo de cinco minutos me fuí de la casa sintiendo el aliento del verdugo en mi nuca. Al abrir la puerta de mi casa, observé que alguien ya había estado allí. Todo estaba desordenado. El nordeste golpeaba las ventanas abiertas. Ava había resultado más peligrosa muerta que viva. Mi vida corría peligro. Estaba claro que debía huir, antes de que llegara el fin del verano.


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sábado, 1 de agosto de 2009

Marcas de aguja


Ava llegó a Gijón con cincuenta kilos de ambición, una preciosa cara de muñeca y mucha inquietud por ganar dinero. Entonces yo sólo quería saber cuánto podrían llegar a valer sus carnes.
Ava no tardó en hacerse un mito de la noche. Todas las noches, Ava. Todas las noches Gijón. Al principio se esforzó en enseñarme a bailar sin bailar, casi quietos los dos en un rincón de la Bodeguita, mientras el vejamen se pisaba los pies a ritmo de cha-cha-chá. Ava tenía momentos de un misterio profundo, llenos de amor, de resignación y también de remordimiento, mientras el resto del personal desprendía con los ojos todos sus deseos en estado de putrefacción. Nunca comprendí cómo se podía amar rodeado de tanta peste. Pero ahí estaba, con el fragor frívolo de la ginebra en la garganta y aquellos besos de Ava que me sabían a sal.
Así recuerdo nuestro primer encuentro. Así empezó todo. Después pasaron los días. Después, todo lo demás. Cuando regresé a casa me encontré a Ava tendida en la cama como un bloque de marmol blanco. Estaba pálida, sudada, hierática y fría. Sus ojos alamardos y vacíos no se apartaban del techo. Me quedé impresionado al ver sus brazos. Se podía apreciar marcas de aguja en la parte anterior del codo. Yo había experimentado la vida acelerada de Gijón, pero las agujas ya no estaban de moda. De modo que un chute de heroina la trajo a mi cama, pensé. Bendita heroina que estás en su cuerpo.
-No vas a besarme?
-Qué diablos quieres.
-Un hombre.
-Necesitas un médico.
-O si no, un cigarrillo.
-Devuélveme mi corazón y vete.
El sexo es la única forma que sirve para conjurar la soledad del cuerpo. Aquella mujer rota se recompuso mientras me desnudaba. Al final, descubrí que ella también estaba vacía, que guardaba su soledad muy dentro, escondida, furtiva, larvada, como un cancer que le iba royendo el alma toda la vida.
-No los has pasado bien esta noche?
-Sabes por qué hemos follado?
-Dímelo tú.
-Simplemente porque estabas ahí.
-Tu y yo sabemos que no eres tan duro.
-Me gustas mucho, pero no salgo con ladronas.
-Detrás de ese cabrón con pintas que te has inventado hay un buen hombre. Yo he sido siempre una mujer mimada y consentida por unos cuantos hijos de puta que han visto en mi a la mujer de su vida.
-Siempre amáis a los hijos de puta.
-Perdí la virginidad a los quince años. Cuando escapé a Nueva York sólo quería ser la mujer de un millonario. Luego conocí a unos cuantos.
-Y te los follaste a todos.
-Eres un hijo de puta.
-Sí, pero tu ya no eres la mujer de mi vida.

Las palabras del panadero


La última vez que escribí era lunes. Después cerré los ojos y me sumí en un letargo. Los hombres sin corazón pueden hibernar. Permanecer fríos como un lagarto. Ya han pasado cinco días. Durante todo ese tiempo traté de olvidar a Ava. Pensé que dormir sería una buena forma de enterrar su recuerdo. Me equivoqué. Sólo conseguí convertirlo en una pesadilla.
Cuando abrí los ojos ya era sabado y llovía. Llovía mansamente y era como si aquel orvallo hubiera borrado de la ciudad todos sus crímenes. En plena espesura de mi sueño, en el crisol donde todos los valores quedan reducidos, apareció Henry, con sus gafas, su sombrero y su gabardina. Me lo encontré en la calle, apoyado sobre la pared de un café. Me invitó a una copa. Quería hablar de libros, de mujeres, de vino.
-Mi único consuelo es que Cervantes, Rousseau y Proust no eran más jóvenes que yo cuando empezaron a escribir.
Henry se sentía perseguido por la edad. Vagabundeaba por Clichy, como un perro viejo, sucio y sarnoso que sólo ansía escribir. Siempre me gustó Henry. Era capaz de pasarse una tarde en el café emborronando páginas y páginas de un modo irritante, silencioso y compulsivo. Cuando dejaba de escribir, bebía del mismo modo hasta que el alcohol y el hash lograban borrar las pupilas de sus ojos.
El estilo de Henry era lo más parecido al jazz. No se conocieron, pero estoy seguro de que John Coltraine hubiera sido un gran amigo para él. Nada de lo que escribía tenía orden porque todo lo que escribía apuntaba a veinticinco direcciones distintas. Cuando leí Sexus, tuve la impresión de estar escuchando A love supreme. Todo pasaba a través de Henry como una locomotora que te arrastraba hacia el abismo.
-Debes ser el único hombre en arriesgarlo todo para decirlo todo. No debe haber límites.
-¿Cómo demonios quieres que escriba si no soy capaz de saber lo que haré dentro de media hora?
-Escribe sin saber para qué.
Miller era lo más parecido a un loco capaz de encontrar diamantes en un mojón de mierda. Era lo más parecido a un panadero. Porque escribir era meter las manos en la masa, mancharse de harina y dedicarle a todo eso las mejores horas de la vida.
-Tu problema es que estás enamorado. Mala cosa, muchacho. No se puede ser un romántico el lunes y un hijo de puta el sábado. Si quieres hablar del amor deberás ser un cabrón toda la semana, pasarte una larga temporada con la picha tiesa.
Sus palabras surgían de un modo involuntario. Todo estaba allí. Bastaba que abriera la boca para que todo saliera por su propio impulso.
-Los niños no escriben porque son inocentes. Tu y yo lo intentamos porque somos culpables. Has empezado este diario para encontrar tu corazón, pero yo creo que realmente lo haces para expulsar el veneno que llevas dentro.
-Yo no sé si la literatura es un exorcismo.
-Es algo mucho peor. Es la mejor forma de envenenar el mundo. Pero no te engañes. Nadie necesitaría escribir si tuviera la valentía de vivir a la altura de lo que cree. En realidad, somos bastante cobardes.