jueves, 20 de agosto de 2009

Heartbreak Hotel


La vida en Albacete irrumpía sin el lastre del peligro de Gijón. La maraña húmeda del norte había dado paso a la claridad desértica del sur. Hacía tanto calor que no necesitaba las cerillas para encender un cigarrillo. Lo peor del verano es que los días se acobardan y la rutina pesa tanto como una losa de cemento. Cuando terminaba la hora de la siesta, aquel sobrante de sueño, me sentía tan arrugado, sudoroso y aturdido como la colcha de un prostíbulo. Después, cuando el sol se ponía, uno creía que alguien ta había perdonado la vida y, efectivamente, la noche se abría paso anunciando la llegada de un nuevo día.
Entraba la noche por las esquinas de la vida, recorriendo plazas y bares, parques, templos y camas. Aparecía la noche como un vértigo por la ciudad desprevenida y se esparcía por los bordes de mi vaso, mientras uno se la bebía, a largos tragos, enfermo de insomnio y pasado.
Albacete iba concretando sus perfiles a través de sus calles. Paseaba, alcoholizado y noctivago, por el Parque Lineal, perímetro de la ciudad que me conducía, después de atravesarlo, hasta su playa de vías, un páramo herrumbroso, oxidado y vacío de trenes, donde los perros abandonados agonizaban de aburrimiento y algún rascacielos rompía la monotonía horizontal de la ciudad con sus antenas.
Cuando llegaba la noche, Albacete se iba llenando de rubias adolescentes, opositores desencantados y profesores de literatura. Cada uno administraba como buenamente podía la paga de sus viejos y entre todos hacían la vida alegre de Tejares o la calle del Tinte. Cada uno de ellos ocupaba su terraza, una forma estival de tomar la calle, de hacerla suya, mientras yo me deslizaba lentamente por los pasillos que conducían hasta el Heartbreak Hotel, barricada musical desde la que uno se encontraba a sí mismo, embebido de blues y rock. Sin lugar a dudas, aquel sitio era lo más parecido al Savoy que yo frecuentaba en Gijón, una elegante tumba de paredes empapeladas de viejos vinilos, vagamente iluminada y nutrida de mujeres tatuadas dispuestas a beberse la vida.
Cuando Johny Cash apoyó sus brazos sobre la barra, todas las copas temblaron, se hizo un silencio reverencial y las miradas de los clientes dibujaron por enésima vez su perfil presidiario y crepuscular. Después, la música volvió a sonar y el rumor de la conversación continuó rebotando por las esquinas, como si allí no hubiera pasado nada.
Lo cierto es que en el Heartbreak hacía un calor espantoso que oprimía las sienes. Cash pidió un whisky sólo y con hielo cuando yo empezaba a beberme el segundo.
-Ava y tu érais como dos cuerdas afinadas exactamente en la misma nota.
-Por si no lo sabes, una de esas guitarras ya está rota.
-No te confíes. Ava era de esas mujeres que quería morir varias veces para vivir de verdad una sóla vida.
-Beber whisky favorece las buenas intenciones.
-Es mejor fumar hierba.
-En Albacete está tan seca que cuando la fumas ya es ceniza.
-Lo importante es que el fuego sobreviva a la ceniza. Fumar es como cantar una canción.
-A qué has venido Johny?
-Estoy aquí para decirte que huir no te va a servir de nada. "Garrote" está siguiéndote la pista. Van a hacer con tu lengua una corbata colombiana.
-Eso ya lo sabía.
-Mira en lo que te has convertido. Todos tus amigos, finalmente, se han ido. Todos los demás se quedaron con todo.
-Nunca tuve casa y la única mujer que amo me espera en el depósito de cadáveres.
-No me cuentes historias. Estás sentado sobre la silla de un mentiroso, lleno de pensamientos rotos que no puedes arreglar.
-Tranquilo Johny. Al final, los sentimientos desaparecen. Tu desaparecerás y yo seguiré aquí, al menos, unos cuantos minutos.
Johnny era una bandera negra, el símbolo de todos aquellos que estaban condenados a muerte, hombres y mujeres que pasarían al otro mundo sentenciados con una inyección letal, sentados en una silla eléctrica o envenenados en una cámara de gas. Admiraba a Johnny porque había tocado en la prisión de Huntville, Texas, y también en el penal de San Quintín, California. Los presos se sacudían con sus canciones y cuanto más gritaban, más felices se sentían. La tregedia americana estaba escrita en sus ojos, en sus oraciones, en las seis cuerdas de su guitarra. Johnny era un heraldo negro que anunciaba mi final y volvía a convertirme en una antena del mundo encaminada a descifrar el signifcado de todas las cosas inertes. Pero había algo que detestaba de Johnny. Estar a su lado era como vivir tu última noche.

1 comentario:

Don Gato dijo...

No voy a insistir más porque no podría decirlo mejor que tú: conozco bien Albacete y, por eso, sé que éste nunca fue tu sitio. Lo que no implica que no aplauda que lo hayas intentado.