miércoles, 26 de agosto de 2009

Un mundo sucio


Nadie puede ser honrado aunque lo quiera. Ese es el problema de esta ciudad y de este país. Te quedas con el culo al aire si lo intentas. Tienes que jugar sucio si quieres ganar y nadie entiende que te paguen por decir la verdad. Recostado sobre la cama, me puse a pensar y mis ideas comenzaron a circular en el cerebro de un modo sádico y siniestro. Pensé en mafiosos colombianos, en lenguas cortadas, en viejos proxenetas y en barcos sin retorno navegando sobre aguas gélidas. También pensé en putas asesinas, en actrices muertas, en escritores malditos y en cómicos adictos a la cocacína. Pensé en viejos periodistas tratando de escapar del ostracismo, en vaqueros que habían logrado regresar del otro mundo, en ciudades levantadas sobre el desierto y en un par de balas bien acomodadas en mi cabeza. Pensé en muchísimas cosas hasta que mis ojos se cerraron.
Fue la llamada de Piñeiro la que interrumpió mi última resaca. Una resaca cojonuda, una juerga latina en la que mis nueronas tocaban despiadadamente las maracas. Al escuchar su voz al otro lado del teléfono creí que mi conciencia había regresado a mi cabeza para ejecutar su última venganza.
-Tu coche.
-Qué pasa con mi coche?
-Tienes una forma muy peculiar de olvidarte de las cosas. Lleva cuatro días en el desgüace y todavía no has pasado a recogerlo. No tienes remedio.
-Y cuál es el problema? Te das cuenta de que son los nueve de la mañana? A esa hora los muertos descansamos en la cama.
-Me da absolutamente igual. Tu Ford se parece tanto a un acordeón que se podría tocar con él una polca.
-Muy bien, gracias por la metáfora, Piñeiro. Si eso es todo lo que tienes que decirme, puedes estar tranquilo. Esta tarde se lo diré a la compañía.
-Imbecil. No te llamo sólo por eso. Debes ir lo antes posible y recuperar lo que había en la guantera.
-No recuerdo que hubiera nada en especial.
-Pues el mecánico del desguace no piensa lo mismo. Se encontró un buen pistolón y una agenda azul llena de anotaciones extrañas. Creyó que las dos cosas eran demasiado peligrosas como para venderlas por su cuenta. Estoy convencido de que eres incapaz de disparar un tirachinas pero, últimamente, eres una caja de sorpresas. Será mejor que te deshagas de todo eso y desaparezcas.
-Por qué todo el mundo quiere que me disuelva?
Piñeiro colgo el teléfono. Conseguí arrancarme de la cama, me froté la boca y me tropecé con la esquina de la cama. Aún estaba lanzado maldiciones cuando se oyeron unos golpes enérgicos en la puerta, el tipo de llamada imperiosa que despierta el deseo de no abrirla hasta que alguno de los dos la echa abajo.
Abrí un poco más de cinco centímetros. Me encontré delante de un revolver que me apuntaba a la cara. La tuerta vestía un traje negro muy pulcro, muy limpio y muy solemne, más propio de la secretaria de un banco que de una fulana de Gijón. La rubia empujó un poco más la puerta y yo me aparté para dejarle pasar. Entró, cerró y miró a su alrededor con una expresión desagradable desprendida de su único ojo.
-Si me sigues mirando así acabarás ciega.
-No te hagas el gracioso. Llevo dos días buscándote.
-Pues aquí estoy. Ya me tienes.
-Sabes muy bien qué es lo que quiero.
-Creo que ya sé donde está el libro.
-Enséñamelo.
Recorrió el apartamento lentamente.
-El libro no está aquí, si eso es lo que buscas en este momento.
-Dónde está?
-Es curioso, nunca se ha separado de mi. Mejor dicho, desapareció el día que me propuse buscarlo. Pero ni siquiero eso lo sabía.
-No me interesan tus explicaciones.
-Tendrás que acompañarme hasta el desgüace de esta ciudad.
-Si lo que pretendes es hacerme caer en una trampa estás muy equivocado.
-Tranquila nena, ese libro no es mío. No tengo nada que ver con él.
Me vestí mientras la rubia me vigilaba. Después nos acercamos en su coche hasta aquel cementerio de carros. Llamé a Piñeiro para que me indicara el lugar. Mientras conducía, aquella rubia me apuntaba con su pipa, sin quitarme el ojo de encima.
-Si haces algo extraño, te desjarreto aquí mismo, cabrón.
-Lo que tu digas, encanto.
Cuando llegamos al desgüace, nos encontramos ante una gran explanada donde los coches se amontonaban completamente destripados. Tuve la sensación de que estaba en mi propia casa, o mejor dicho, la sensación de que el sitio era un lugar agradable, si lo que deseas es que tu cuerpo huela siempre a gasolina. Sin embargo, algo me decía que no iba a salir vivo de allí.
El silencio se extendía por cada una de las calles que formaban aquellos carros colocados en bloques. Aquel desgüace era una ciudad fantasma. Los ladridos de un par de sabuesos atados a un poste nos guiaron hasta la garita donde, supuse, estaría el mecánico del que me había hablado Piñeiro.
-Como hagas algo extraño delante de ese tipo, date por muerto.
-No te preocupes, cariño. Cinco minutos y el libro será todo tuyo.
Una mosca rozó su frente y después se posó sobre el orificio de su estómago. El silencio del cuarto y su rostro petrificado indicaban que la muerte se había dado un garbeo unas horas antes por allí. La sangre aún estaba fresca, aunque el cuerpo estaba frío y rígido como un lingote de hielo. Supuse que al viejo no le dieron tregua. Primero lo ataron a la silla y después lo amordazaron. Seguramente lo torturaron hasta exprimirle la última lágrima. En sus dedos no había uñas y sobre sus pies había un charco de sangre que se extendía hasta los nuestros. Cuando despertó, le dieron una última oportunidad. Para entonces, lo mejor era una bala y acabar con tanto sufrimiento.
-Parece que alguien se nos ha adelantado. A este viejo le han dado matarile.
-Esto complica un poco tu existencia, Guillot. Es mejor que me digas dónde está el puto libro antes de que te vuele la cabeza.
-Por qué diablos todo el mundo se siente tan seguro cuando me apunta con una pistola.
-Los muchachos de "Garrote" se nos han adelantado, pero si el viejo no ha sido capaz de decirles dónde coño está, nos estarán esperándo aquí.
Sentí una ráfaga de aire. Después me llegó un olor a sangre nueva. Quezá era la mía. Mis ojos se nublaron, pero antes de desvanecerme, me llevé el recuerdo de un armario golpeándome la nuca y sujetándome los brazos a los costados. También recuerdo que la tuerta sacó su revolver de la chaqueta, pero la llevaba abotonada y fue demasiado lenta para disparar contra alguien antes de que se la cepillaran. Tuve la sensación de que me iban a saltar la tapa de los sesos en cualquier momento. Después, aquel monstruo me sujetó por las muñecas y me las retorció antes de que su rodilla se clavase en mi espalda, doblándome el espinazo como si fuera un mondadientes. Luego aquellos dedos de hierro me recogieron del suelo, atrapando mi garganta como si fuera una cañería del desagüe.
-Suéltalo, indio. Aquí ya hay bastante carne humana en descomposición. Él nos dirá dónde está el coche.
-Ah, mierda de asturiano.
Recuerdo que caí al suelo como un paquete de cigarrillos estrujado. Me desmayé con el rumor de una buena frase, que dejaré escrito sobre mi tumba.
-Ya tendrás tiempo para divertirte. No es más que un sucio hombre en un mundo sucio.