miércoles, 12 de agosto de 2009

El mar


Somos una tienda de relojes. Por dentro, cada uno de nosotros va marcando su propia hora. Mi cuerpo era una relojería y cada pálpito restaba un segundo más a mi existencia. Intenté escuchar mi corazón con la llema de los dedos, pero no era capaz de sentir nada. Alguien había estado en mi casa mientras yo platicaba con el viejo. Alguien buscaba en mi casa un libro con anotaciones, números, nombres, clientes y, quizá, si aquel cabrón no mentía, alguien también me buscaba a mi. Aunque no tenía corazón, sentí un soplo en la aorta, algo que me ahogaba. Quizá era el soplo de Dios, quizá era el soplo del miedo.
Me acerqué al minibar y destapé una botella de whisky. Mientras lo bebía desde la ventana del salón, podía ver cómo rompían las olas de San Lorenzo en la madrugada. En la orilla del mar todo son estrechas franjas horizontales. El mundo parece algo tan simple que uno es capaz de verlo reducido a unas cuantas líneas largas y rectas, apretadas entre el cielo y la tierra.
De niño, todo lo nuevo nos asombraba. Tratábamos de vencer las olas del mar sumergiéndonos en ellas o rompiendo nuestro pecho sobre la espuma encrestada que las traía. Corríamos por las estrechas calles de Gijón asombrados de todo. Fingíamos matar y morir todas las tardes. Todo era una hermosa mentira donde los acontecimientos estabas nimbados por el misterio. Pero ahora el misterio ya no era algo nuevo, sino algo conocido que regresaba convertido en un fantasma.
Marco Romano apareció esa misma noche por mi apartamento mientras yo preparaba la maleta. Marco había sido ayudante de cámara quince años antes. Había vivido mucho tiempo en Barcelona, rodando cine porno junto a Emiliano Lapiedra. A Lapiedra le iba el cine con tullidos y enanos, muchos vampiros y mujeres enmascaradas. Yo sabía que a Marco no le gustaba ese rollo barroco, grotesco y decadente. A Romano no le molestaba que Lapiedra convirtiera el cine porno en un circo para monstruos, lo que no soportaba era rodar con una polla a cinco centimetros de su nariz. Huelen muy mal.
Después de abandonar a Lapiedra, Marco comenzó a rodar cine de terror. Hay más drama en la vida de un zombi que en una orgía con cuarenta fulanas. Luego se refugió en el documental. Ahora estaba arruinado. Aún así, amaba el cine sobre todas las cosas. Solía decir que era el único arte capaz de convertir a una pobre prostituta en una honrada mujer capaz de salvar al mundo de todas sus miserias. Todas las noches bebíamos una botella de whisky. Inventabamos juntos historias y contabamos anécdotas más brillantes que una buena mentira.
-Media ciudad te busca vivo y la otra mitad pretende tu cabeza.
-No se puede caer bien a todo el mundo.
-Veo que estás haciendo la maleta.
-Estoy metido en problemas.
-Adónde vas?
-Si te lo dijera, entonces te buscarían a tí y no pretendo sembrar esta ciudad de cadáveres.
-Ava siempre fue un problema, pero no quisiste aceptarlo hasta que una noche apareció muerta.
-Es una buena historia, escribe un guión con ella.
-Ahora sólo me tira el documental.
-Entonces nunca llegarás a nada. A los hombres les repugna todo lo que huele a realidad.
-De momento tengo mi cabeza sobre los hombros. Creo que tu no podrás decir lo mismo mañana.
-Cuanto piden por mi cabeza?
-No me tomes el pelo. Un periodista no vale nada.
-Si vienes a por el libro, entonces te has equivocado.
-Todo el mundo piensa que lo tienes.
-El mundo suele estar siempre equivocado.
-Eso es lo que todos dicen cinco segundos antes de saberse arruinados.
Me fijé en sus ojos durante un par de segundos. Primero me miró con desprecio, pero luego dibujó una sonrisa y comenzó a reir. Marco había sido siempre un buen amigo. Nos bebimos nuestro último whisky antes de que se fuera.
-Me voy de aquí. Si encuentras ese dichoso libro, ya sabes lo que debes hacer con él. A mi no me interesa y nunca me interesó. Sólo me ha traido problemas.
Marco se despidió con un fuerte abrazo.
-Si vuelves a Gijón, te estaré esperándo aquí.
Ser el centro de una novela comenzaba a aburrirme demasiado. Yo quería escribir una historia de amor, pero todo lo que vivía era negro como boca de lobo. Quizá es que toda historia de amor esconde una historia de zombis. En ese caso, Marco había acertado.
Las novelas como las mujeres, le llevan a uno por donde quieren. Mailer decía que la novela era una gran puta. No se equivocaba. Había que escapar de esa puta, del mismo modo que Ava escapó para siempre. Una hora después, Gijón era una postal a mi espalda. Ya estaba en carretera, en dirección al sur:
-Hello, Albacete?