miércoles, 29 de abril de 2009

Sarkozy no es Fouché


Hubo dos hombres en la Francia de Napoleón que siempre me apasionaron. Eran auténticos animales políticos. Inteligentes, implacables, amorales, sanguinarios. El primero fue José Fouché, ministro de la Policía, el segundo, Talleyrand, ministro de Asuntos Exteriores. Sabían de qué iba la Historia, con mayúscula y, sobre todo, sabían protegerse el cuello de la guillotina, con independencia del viento político que soplara. Ambos trataron de aniquilarse, pero eran demasiado poderosos como para llegar a tanto. Así que de vez en cuando, ronda una figura sacada de una novela, en la vida de todos los hombres y aquí tenemos dos que influyeron decisivamente en la historia de los franceses y de su más insigne emperador.

Honoré de Balzac rescató del olvido a Fouché. Aparentemente, fue un personaje al que no le agradaba el cara a cara ni que le vieran el juego. Siempre estaba sumergido en los acontecimientos, dentro de los partidos, bajo la envoltura impersonal de su cargo, invisible pero activo como el mecanismo de un reloj. Dice Stefan Sweig en su espléndida biografía que rara vez se conseguía captar, en el tumulto de los sucesos, su perfil fugaz en las curvas pronunciadas de su ruta (Sweig escribe así, y mucho mejor) y también dice que ninguno de esos perfiles de Fouché, cogidos al vuelo, coincidían entre sí a primera vista.

Su vida política estuvo envuelta en misterios. Fue sacerdote, profesor, saqueador de iglesias, comunista en 1793, ministro, multimillonario y un Duque que aspiraba, en sus últimos días, a tener el perdón de Bonaparte así como también un mausoleo de gloria. Bajo el manto de todos aquellos cargos, se escondía un hombre cojitranco, ambicioso, duro por fuera y frágil por dentro. Sometido y protegido por los secretos, armado por la desconfianza y la duda, murió en el olvido, que siempre fue lo que sus enemigos, entre ellos Talleyrand, siempre desearon. Matarlo era, al final, algo imposible.

El caso es que ha llegado el presidente francés Nicolás Sarkozy a España, abrazado de su mujer, la cantante y modelo Carla Bruni. Ha recibido todos los honores de Estado que el protocolo español se ha inventado. Ha comido y cenado con el Rey, ha proclamado en el Congreso de los Diputados la fraternidad entre el pueblo español y el pueblo francés, la unidad en la lucha contra el terrorismo de las fuerzas del estado y muchas cosas más. Los diputados le han ovacionado y la prensa ha dicho que es un auténtico encantador de serpientes, un político raza y cosas así, llenas de topicos (aunque la primera plana de los periódicos de izquierda han destacado los culos de una princesa y una modelo, subiendo la escalinata del palacio de La Zarzuela).

Hubo un tiempo, cuando le arrebató el poder a Dominique de Villepin, antiguo ministro de Asuntos Exteriores, en que Sarko se me antojaba un magnífico Fouché. La misma ambición, las mismas trampas, los mismos gestos que describieron Balzac y Zweig, con tal de tener entre sus manos a todo un país.
Tras vencer en las últimas elecciones, consiguió enterrar al Partido Socialista Francés. Después embalsamó a la candidata socialista Segolenne Royal y también a su marido, François Holland, a la postre, secretario del mismo Partido. Los pensadores de aquel cínico mayo del 68, entre ellos André Glucksman, bendijeron al nuevo Napoleón y, no contento con eso, el recién elegido presidente invitó a los más insignes socialistas a participar en su gobierno tras vencer en las elecciones. Todos dijeron que sí.Oh la lá.

Había sido ministro del Interior, como Fouché, carecía del apoyo de su presidente, como Fouché a lo largo de todo el periodo revolucionario, el Directorio y el Imperio. Logró llegar a lo más alto gracias a su astucia y unos considerables miligramos de traición, exactamente igual que Fouché. Sin duda, todo aquello se presenta como una serie de jugadas maestras en el tablero de ajedrez francés, donde Sarko se ha comportado como una autentico rey, ( o mejor dicho, una reina )moviéndose en todas direcciones y logrando aliados donde antes sólo había enemigos.

Pero después de esta apasionante carrera hasta los Campos Elíseos, a Sarkozy le llegó el amor, los viajes a Oriente, las fotos del papel couché. A todo esto le siguieron los gestos de un superhombre atribulado, napoleónico y rídiculo, enganchado a su amante, acosado por su antigua mujer y por otros asuntos que no tenían nada que ver, aparentemente, con la política, como los indices de popularidad y que, definitivamente, expresaban los complejos de un hombre pequeño antes que la serenidad de un gran hombre que tiene verdadera conciencia del lugar y del puesto que ocupa.

Hoy, Francia se ríe de su presidente con cierta melancolía y mucho desamparo, pero tiembla la grandeza de todo su pueblo, si desafina la elegancia de su mujer.