viernes, 24 de abril de 2009

Figuras: Indro Montanelli o la ética del periodista


Ahí está. Sentado sobre unos cuantos libros, con la mente concentrada en una noticia, con los ojos clavados en las teclas de una máquina de escribir, dispuesto a a narrar la vida, el poder de la vida, el trenzado del poder, la sangre y el genio que constituyen la vida desde una ética inquebrantable, desde una coherencia blindada. El diario El País se hace eco de los diarios de Indro Montanelli, un ejercicio de periodismo privado, de anecdotario político y sentimental que expresa el nervio de la historia. Quizá toda la obra periodística del italiano es el sistema nervioso del hombre del pasado siglo XX . Nos cuenta el periodista Miguel Mora que el libro acaba de ser publicado en la editorial Rizzoli, que se titula Las cuentas conmigo mismo y que revela los recuerdos de un anarquista conservador entre los años 1957 y 1978.
Hablar de la ética del periodista es tratar de ahondar en la naturaleza de una vocación que apostó, desgraciadamente, por la literatura antes que por la verdad. Dice Arcadi Espada, amante confeso de la obra de Montanelli, que el periodista eligió el mito antes que la ciencia, el día que comenzó a escribir. A pesar de ello, el periodismo, enmascarado como una profesión, ha escondido desde sus inicios una necesidad, un instinto por contar, que permanece despierto las veinticuatro horas del día en la cabeza de quien lo practica. Creo que así lo entendió Montanelli y los demás viejos maestros del periodismo que escribieron el borrador silvestre de la historia. De modo que ética, mito e instinto se confundieron en esa necesidad que algunos hemos tenido después por contar la vida que sucede a nuestro alrededor.
El periodista no sólo es un testigo de su tiempo. Su prosa nació para otorgar a la rutina, la dignidad de lo desconocido. Así sucede también con Montanelli, con Kapuzinski o Manuel Leguineche. También creo que el reportero es un peregrino que se dirige trabajosamente al encuentro con su tiempo impelido por dos deseos que han alimentado desde el principio de los tiempos su vocación: la verdad y el conocimiento. Me gusta mi profesión y ejercerla con la intensidad y la honestidad de una honrada puta: sin reservas y hasta el final.
En este diario político y sentimental de Montanelli recién publicado, se recogen encuentros y anecdotas con políticos, artístas y demás grey. De entre todas las que aparecen en el periódico, me quedo con aquella que relata la conversación entre el periodista y Fellini. El cineasta le cuenta que ha hablado con Rossellini. «He preguntado qué tiene de excepcional Sonali (la mujer de Rossellini) para haberle hecho olvidar a Ingrid (Bergman) y al resto. Con una mirada soñadora y vaga, ambas falsas, me ha respondido: "La sabiduría antigua de Oriente y la calma profunda del Oceano Índico". Le pregunto como a quemarropa ¿Y cómo folla? Rossellini hace un gesto de entusiasmo. ¡Ah!, exclama. "Si la vieses, qué acróbata. Conoce todas las posturas. ¡Todas!.»
Indro Montanelli fue uno de los periodistas que nos legó una obra basada en la integridad moral, sin renunciar a la ironía y la mordacidad. Esa fue una de las razones por las que después sería galardonado, hace nueve años ya, con el premio Príncipe de Asturias de comunicación y cuyo nacimiento, un siglo ha, se recordó el jueves en las páginas de sociedad de La Nueva España.
Siempre me maravillaron sus entrevistas (reunidas en un libro indispensable titulado Personajes) y, en especial, la que tuvo lugar en la quinta galería de la prisión de San Vittore al General Della Róvere, un día de primavera de 1944. Se trata de una estremecedora conversación entre dos reos condenados a muerte.
Montanelli había abandonado el Corriere de la Sera uno año antes, tras quedar el diario en manos de un comisario alemán. Fuera de circulación, se ocultó tras saber que los fascitas italianos lo buscaban acusado por un delito de traición al rey. Después se unió a la Resistencia junto a los badoglianos. En Val d´Ossola, cerca del lago de Orta, al norte de Italia, se entregó a los soldados alemanes vestido con el uniforme de capitán. Después fue trasladado a la quinta galería de San Vittore, donde un tribunal lo sentenció a muerte.
Entre los presos de San Vittore, también se encontraba otro hombre de mayor rango, el único, escribiría después Montanelli, que lo trató con benevolencia y respeto: el General Fortebracio Della Róvere. Había sido capturado en Liguria, donde desembarcó de un submarino aliado; según se sabía, había ido hasta allí para dirigir las guerrillas de Italia del Norte. Como digo, en una oscura celda, coinciden dos presos condenados a muerte, el primero es un militar de alta graduación y el segundo es uno de los padres del periodismo.
Montanelli describe a Della Róvere como un hombre de pérfil aristocrático, simpre con monóculo, las piernas arqueadas y la apostura, la dentadura y el busto de los oficiales de caballería. En sus memorias, Montanelli también dice que infundía respeto incluso entre las SS de guardia.
«-Todos nosotros gozamos de vida provisional, ¿verdad?. Un oficial está siempre en vida provisional, es un novio de la muerte, como dicen los españoles. Nosotros somos dos novios próximos a la boda. A mi ya se me ha comunicado la sentencia. ¿Y a usted?
-Todavía no, Excelencia.
-Se la comunicarán. Por lo que me han dicho, también usted tendrá el honor de ser fusilado de cara, no de espaladas. De esto he deducido la dignidad con la que se ha comportado usted en los interrogatorios. Los alemanes son tan rudos al exigir las confesiones como caballeros al estimar a quien se abstiene. Usted ha callado. ¡Bravo!. Exijo que continúe callando».
A lo largo de la crónica, Montanelli describe la conducta de los condenados después de haber sufrido un interrogatorio o minutos antes de ser fusilados. Resulta muy curioso que siempre acudieran a la celda del General Della Róvere. «Todos los prisioneros, uno a uno, fueron llamados a pasar lista en su celda, y todos se presentaron. En teoría, la nuestra, la quinta, era la galería de los aislados y en la práctica lo había sido entonces, pero el prestigio de Su Excelencia era evidentemente tan alto ante los subalternos italianos, que éstos no se sentían ya obligados a observar estrictamente el reglamento de disciplina. Cuando él entraba, todos se ponían en posición de firmes, incluso los comunistas, y hacían una inclinación; permanecían dentro media hora o una hora, y cuando salían, andaban más erguidos».
Casi todos los presos pedían tras la entrevista, barbero, lima, tijeras y un poco de jabón. En la galería había desaperecido el alboroto hasta el punto que se granjearon el respeto de los alemanes, que dejaron de llamarles perros fascitas y sucios traidores badoglianos.
Meses después, Della Róvere fue trasladado a un lager en Fossoli, donde perdió todos sus privilegios. Cuenta Montanelli que fue metido en un barracón común con los demás presos, y como los demás, también fue obligado a trabajar en el campo. Sin embargo, «todos trataron de ahorrarle las actividades más humillantes, como la limpieza de las letrinas». Lo que más le preocupaba a su Excelencia, era que aquellos hombres no perdieran la dignidad. Aunque fueran tratados como galeotes, para él seguían siendo oficiales.
El 22 de junio de aquel mismo año, una orden procedente de Milán encendió la mecha del espanto en el campo de concentración de Fossoli. Sesenta y cinco hombres fueron sacados a suerte de entre los cuatrocientos reos. El teniente leyó la lista de los llamados a casarse con la muerte, como diría el propio Della Rovere a Montanelli unos meses antes. Entre los primeros estaba Bertoni. El teniente repitió este nombre mientras dirigía su mirada al lugar que ocupaba el General. «General della Rovere, por favor». Su Excelencia se incorporó junto al resto de hombres que iban a ser fusilados.
Asegura Montanelli que los sesenta y cinco hombres fueron esposados y empujados hacia el paredón. Después les vendaron los ojos. Solo Della Róvere se negó a esto último y le dieron satisfacción. «Luego apostaron cuatro ametralladoras en fuego cruzado. Su Excelencia dio un paso al frente. "¡Alto!¡Alto!", gritó el teniente, sacando la pistola. Su Excelencia dio otro paso y se paró. "Señores oficiales, que nuestro pensamiento se eleve con la alegría hacia la Patria para la suprema ofrenda. ¡Viva el Rey!". Pero estas últimas palabras fueron cubiertas por la voz de "Fuego" del Teniente y el crepitar de la metralla».
En sus Memorias de un periodista, Montanelli nos dice que Della Róvere se llamaba en realidad Giovanni Bertoni y era «un desecho humano puesto allí por los alemanes para oficiar como delator. Era hijo de un general y él mismo había sido oficial de caballería antes de ser explulsado del ejercito por tahúr. Había sido macarra y actor de tres al cuarto. De hecho, los alemanes, que lo habían detenido por estraperlista, decidieron servirse de él haciéndole representar el papel de general. Todos tragamos el anzuelo. Pero terminó tragándoselo él también. Se compenetró tanto como para hacerse fusilar en Fossoli por no ser un chivato».
Aquí termina uno de esos encuentros, en la dilatada vida de Indro Montanelli. Carecía de cualquier apego al poder. Dejó escrito que a una persona se le puede conceder todo el poder durante cinco años, a condición de que sea fusilado inmediatamente después. Ejercía la ironía con elegancia, sabía estar a la altura de cada circunstancia. Montanelli nunca estuvo del lado del vencedor y a lo largo de su trayectoria siempre mantuvo posiciones críticas. Pudo convertirse en el periodista príncipe del fascismo y no lo hizo. Pudo jactarse de un pasado de perseguido, y tampoco. Pudo unirse a la embriaguez sesentayochista y al conformismo de izquierdas, y sin embargo, fundó Il Giornale. Salvó la libertad de prensa en Italia aunque eso le costara cuatro tiros. Pudo ser nombrado senador vitalicio, pero dijo: «No, gracias». Pudo encuadrarse con Silvio Berlusconi, hermano de su editor, pero no lo hizo y, a los ochenta y cinco años, aun tuvo fuerzas para fundar otro periódico: La Voce. Se le ofreció la dirección del Corriere della Sera, pero lo rechazó y se conformó con la sección de correspondencia a sus lectores. Lo siento, qué quieren que les diga. Si me preguntan que es la ética del periodismo, yo siempre respondo: Indro Montanelli.