miércoles, 19 de agosto de 2009

Un sueño, una ciudad, un suspiro.


Un sueño fue lo que me impulsó a venir hasta Albacete. Yo conducía a lo largo de una carretera rural. Eso era todo. Era verano, al crepúsculo, o si no, se trataba de una extraña noche tenuemente radiante, la clase de noche que sólo existe en los sueños. Conducía decididamente a hacia alguna parte. Al parecer, huía de un sicario colombiano, pero también de una ciudad del norte y una mujer muerta. A mi derecha había un llano completamente gris, sin casas ni cabañas, y a mi izquierda se veía una larga fila de cipreses sombríamente amenazadores que flanqueaban la carretera. El viento silbaba entre las ramas y sus hojas pendían cargadas de rocío. Sentía pena de mi mismo. Sentía pena de ese incompetente que avanzaba al caer la noche sin ninguna promesa de llegar a alguna parte. El recuerdo de Ava pervivía, más allá del tiempo y la distancia. Su figura, sus ojos, su sonrisa, aparecían y desaparecían como el pulso de luz de un faro marítimo que se abría en la oscuridad, la misma luz que me hizo despertar de aquel sueño, antes de que me estrellara contra la cuneta.
Veinte o treinta fueron los minutos que tardé en recuperar la consciencia. Una buena cabezada. Abrí los ojos y contemplé una fría estrella borrosa que después se transformó en una luna aterciopelada. Mis manos aún empuñaban el volante. Intenté reincorporarme en el asiento y el dolor se disparó desde la nuca hasta los tobillos. Después salí del coche. Todavía atontado, traté de equilibrarme sobre las palmas de las manos. A escasos metros escuchaba el paso de otros coches. Más cerca, el canto de los grillos. Entonces todo me pareció un hermoso tormento que se clavaba en mi nuca.
Me dolía mucho la cabeza. No es que me sirviera de mucho, pero había convivido toda mi vida con ella. Ahora la encontraba más blanda, más hinchada y más dolorida que de costumbre. Pero todo estaba en su sitio. Entonces pensé que veinte o treinta minutos dan para mucho. En ese tiempo puedes morir, pero tambien puedes sacarte una muela, puedes casarte y, por qué no, también puedes joder a la mujer de tu peor enemigo. En veinte o treinta minutos también puedes beberte media botella de whisky o destruir un rascacielos, incluso dos, y matar a tres tipos si la cosa se pone muy fea. Veinte o treinta minutos fueron suficientes para que Piñeiro me recogiera en su coche, y otros veinte o treinta fueron necesarios para pisar otra vez Albacete, más arrepentido que encantado, y para qué negarlo, un poco más tieso.
-No era necesario que estrellaras el coche para que te recogiera.
-Me quedé dormido al volante. Estaría bien que preguntaras, al menos, si sigo entero.
-Eso ya lo veo. Tu estatura no ha cambiado desde la última vez que nos vimos.
-Sí, es cierto, he dejado de crecer y mamá ya no me acompaña al water. Escucha Piñeiro, necesito un lugar donde dormir.
-Necesitas un hospital.
-Me conformo con una cama.
-Estarás mucho tiempo por aquí?
-No lo sé. Lo suficiente. Ya me quieres echar?
-Necesito un redactor.
-Y qué gano yo a cambio.
-Un trabajo que te aclare las ideas.
-Necesito plata.
-Piénsalo de esta manera: incluso un trabajo mal remunerado puede ser un paso hacia adelante.
-No me interesa tu filosofía.
-Ahora vamos a tomar algo y me cuentas qué problemas te traen a Albacete.
-Qué te hace pensar que tengo problemas?
-Paradójicamente, sólo escribes bien cuando tienes problemas.
-Soy periodista, no un detective.
-Nadie llama a las cuatro de la madrugada para sacarte de la cama e invitarte a una copa.
-Un whisky suavizaría un poco las cosas.
-Supongo que estás tratando de salvar tu pellejo y has pensado que nadie te imagina en Albacete.
-Vamos a por ese whisky.
Nos conocimos hace un año en la redacción de El Pueblo y cuando le escuché decir que sin periodistas no habría cadáveres, supe que no tardaría mucho tiempo en compartir una botella de whisky con él. A la primera ronda comprendí que Alfonso Piñeiro amaba y despreciaba el periodismo a partes iguales. Habría sido un buen redactor jefe, de no ser porque vivía rodeado de incompetentes que se pegarían un tiro antes de tener que leer un libro. No tardaron mucho tiempo en darle el finiquito. Lo suyo era buscar los huevos en el nido de las águilas, un forajido que hacía la guerra por su cuenta contra concejales y gariteros. Para Piñeiro, el periodismo seguía siendo una herramienta para la conspiración, la seducción, el robo y el asesinato. Alfonso, ingenuamente, confiaba en que el lector haciera realidad sus pensamientos.
Nos tomamos una copa y después caminamos hasta su casa. Mientras atravesábamos la vieja catedral, comprendí que en Albacete el tiempo transcurría de otra forma. Un segundo equivalía a cuatro siglos. Incluso el viento se detenía ante aquella acumulación de tiempo detenido. Albasit no era una ciudad, no era un estilo, era algo más que un sueño, quizá un eterno y cálido suspiro.


-