sábado, 14 de noviembre de 2009

Violencia


Es una magnífica guitarra. Colgaba de la pared del Savoy, calle Dindurra. «Sí señor, aquel pedazo de madera es una hermosa escultura». Se lo dije al tipo que bebía a mi lado. Aquel viejo se sentía un político, un periodista y un soldado. Era rojo y mujeriego. Murió un 10 de noviembre, hace dos años, aunque yo creo que vive escondido en alguna trinchera o borracho en alguna cantina. Sus huellas dibujaron un sendero de violencia en la larga historia del periodismo porque era una mala bestia que no soportaba el paso de los años. Quizá por eso no distinguía el amor del odio ni la compasión de la soberbia. En cualquier caso, le gustaba escribir sin chaleco antibalas, coleccionar unos cuantos insultos en la boca o partirle a más de uno la cara. Apuñaló a su mujer con un cortaplumas porque la amaba, convirtió en dios a un boxeador y sacó a un asesino de la cárcel antes de que volviera a manchar sus manos de sangre. Todo el mundo se equivoca, pero gracias a Norman Mailer sigo pensando que lo mejor del periodismo es saber sobrevivir a la melancolía a base de buenas historias contadas en artículos de quinientas palabras.
Hace un par de semanas un tipo se empeñó en retocarme la ñapla. Bonito regalo de cumpleaños, me dije, mientras aquel cobarde escapaba. Incluso para un columnista, el periodismo es un oficio peligroso a las tres de la madrugada, si camina sólo por la calle y sólo piensa en abrazarse a la soledad de su almohada. Lo cierto es que hay tipos a los que no les gusta lo que uno escribe y prefieren ahorrarse la carta al director con un cabezazo. El riesgo de escribir, sin embargo, no está en el loco que nos espera a la vuelta de la esquina, sino en el corazón de quien ha vomitado a lo largo de su vida ríos de tinta y sólo ha logrado cosechar fracasos.
Pocos días después descubrí en un libro que para el escritor francés George Perec escribir era arrancar unas migajas precisas al vacío que se excava constantemente. Hacer una columna es dejar en alguna parte un surco, un rastro, una marca donde antes no había nada. Puede que no tenga mucho sentido, pero, de algún modo, comprendo al tipo que se enfada cuando me lee. De entre el tráfico y las multitudes, del calor y de la lluvia, surge un loco dispuesto a atizarte, sin saber todavía muy bien la razón que lo empuja. Me gusta pensar que es un hombre sin pasado alguno, impregnado de violencia, marcado por unas palabras escritas por otro.
En las noches del Savoy guardan un asiento para los tramposos que no saben escribir mentiras, por más que se emborrachen con los codos apoyados todo el día en la barra. De vez en cuando, Mailer se sienta a mi lado y me habla como si yo fuera realmente un fantasma. Su rostro acuchillado mira atentamente a la guitarra. «Es una buena herramienta para hacer llorar y para hacer bailar. Si quisiera matar a alguien, lo haría estrangulándole con sus cuerdas».

1 comentario:

Anónimo dijo...

Qué tiempos los del Molinucu. Aún se me revuelve la memoria cada vez que recuerdo los berridos de El Camioneta. Sospecho que más de uno se comió una berruga de su esposa, después de cavar con la cuchara los mejunjes que la pobre señora cocinaba como si fuera una bruja. Cuántas tardes perdidas jugando al "duru",cuántos cacharros bebidos sobre el coche, cuántas chonis y cuánto sporting.

Gracias Papá Pingüino. Seguiremos ahí. Aún recuerdo aquel artículo y me hace feliz saber que tu también. Un fuerte abrazo.
Víctor Guillot