sábado, 6 de junio de 2009

Alfonso Guerra


Alfonso Guerra no cree en Dios, lo dijo ayer en Gijón, pero sí cree en Europa, de la que ya hemos hablado aquí, y también cree en el hombre, en toda la historia del hombre, de la que usa y abusa en sus mítines para roer el hígado de la derecha. Ayer, el polideportivo estaba a reventar, con Areces, con Fernández y Felgueroso a su lado. También estuvo la masa mineral de Villa, ausente pero representado, dispuesta a disfrutar del discurso cachondo e improvisado de Alfonso Guerra.
Efectivamente, hay algo improvisado en la personalidad política y quevedesca de AG, una cultura de citas que da pleno rendimiento en los mítines. Guerra se empeñó en ser Guerra, en representar al sevillano altivo que lee a Machado. Socialista, populista, humorista con desigual fortuna, es como si hablara con la copa de coñac en una mano y el puro en la otra sobre el estado de la economía y, claro, después le sale un show antes que un mítin, algo así como el club de la comedia.
Cada uno hace en esta vida lo que sabe. Tras su salida del Gobierno de Felipe González, se convirtió en una oposición del poder, dentro del poder, apagada al cabo de los años por el humor que todo lo calma. Aun conserva esa deliciosa y esperpéntica vena de locura que lo redime de sus pecados. Ya nadie se acuerda que fue muchos años un pobre resentido. Pero yo lo entiendo. Al lado de Miguel Boyer y la Filipina, todo el mundo tiene derecho a serlo. Y yo también.