sábado, 16 de enero de 2010

Haití


Al oeste de la Española comienza la pesadilla, donde la tierra se abre y se traga a sus propios muertos. El terremoto de Haití nos ha devuelto al infierno de Dante. Puerto Príncipe está cubierto por una densa manta de sangre y polvo. Miles de personas permanecen atrapadas en los escombros y otras tantas deambulan por las calles después de haberlo perdido todo. El miedo y el terror, la rabia y la angustia, se extienden como una epidemia sobre la ruina.
La pobreza atrae la catástrofe, pero aun así, no puedo dejar de pensar que somos frágiles criaturas rodeadas por un mundo de hechos hostiles que amenazan constantemente nuestra vida. Cuanto más profundizamos en ese mundo, más débiles nos volvemos. Cien mil muertos y trescientos mil heridos son las víctimas que los periódicos se han apresurado a pronosticar un día después de la tragedia. Nos servimos de los números para poder especular sobre la muerte. Nos aferramos a ellos para encontrar una explicación vacía de la hecatombe. En definitiva, buscamos una estadística que trate de ganarle la partida al azar. Sin embargo, es una catastrófica ironía y no una estadística, la que explica un terremoto que nos provoca una tristeza inefable.
El derrumbamiento de la capital de Haití nos recuerda la posibilidad de ser víctimas del Caos. No hay imagen más representativa del Caos que la fotografía del Palacio Presidencial completamente en ruinas. Sin electricidad, sin comunicaciones y sin hospitales, los supervivientes de la capital se mueven rodeados por la nada, un auténtico vacío que la ayuda internacional tratará de rellenar a base de humanitarismo antes de que la peste de los cadáveres acumulados por las calles se extienda por toda la isla.
La pesadilla puede adoptar cualquier forma: una bomba atómica, un desastre ecológico, una guerra devastadora o el súbito resquebrajamiento de la Tierra; en definitiva, un suceso que evidencia la muerte de una sociedad y la victoria del Caos. Lo cierto es que Haití se ha convertido en un museo de la muerte, un perfecto simulacro del Mal, a cientos de kilómetros de Occidente. Cobran sentido aquellos versos del Eclesiastés cuando uno contempla las imágenes desoladoras del televisor: «El simulacro no es lo que oculta la verdad, es la verdad la que oculta que no existe. El simulacro es verdadero».
Hasta hace dos días, Haití era un país olvidado que había sucumbido a la corrupción, las dictaduras y la hambruna. El terremoto se ha expresado en los medios como un castigo divino y también como una purificación, una manera de expurgar su pasado y la posibilidad de ser otra vez solidarios. Lo cierto es que sin catástrofe no hay noticia en el negocio de la información, el mismo negocio en el que nos observamos, nos explicamos y realizamos; sólo mediante la sorpresa se construye un titular que se extienda por todo el mundo y sin catástrofe no hay posibilidad de sentirnos realmente humanitarios. Ambas situaciones dibujan una desesperante dialéctica entre el bien y el mal, una arquitectura que se destruye para volver a ser construida.

viernes, 8 de enero de 2010

Días mejores


Rick Blain vestía su soledad con una gabardina gris. Siempre fue un sospechoso habitual que pasaba las noches abrazado a una mujer perfumada por la traición y la avaricia. Me gustaba hablar con Rick porque ya no guardaba ninguna esperanza en su lento y rutinario porvenir y, sin embargo, podía dar la vida por ti. Blain se hacía pasar por Philip Marlowe, aunque otros también lo conocieron como Sam Spade. Algunos aún lo recuerdan como un pobre y viejo borracho con el hígado escabechado.En cualquier caso, firmaba sus películas como Humphrey Bogart y se comportaba como un héroe triste y duro que clarificaba a Sartre y a Camus delante de una cámara. Todos ellos eran el mismo hombre solitario, pobre y peligroso y, sin embargo, lleno de simpatía por la gente. Resulta curioso pensar que Europa comenzó a escribir novelas existenciales cuando América ya había inventado muchos años antes a un detective desahuciado de California o a un extranjero atrapado en Casablanca.
Junto a Bogart, uno siempre sabe que a una historia de amor la sucede el cadáver de una mujer o el comienzo de una buena amistad. Disfruto con «Casablanca» porque me divierten la avaricia de Ferrari y el cinismo de Renault. Gracias a esos tipos, he llegado a la conclusión de que una película nunca puede ser mala si sus protagonistas se apellidan como un coche. Nos gusta «Casablanca» porque no ha sufrido el contagio de la rutina, porque otorga a la derrota la dignidad de lo desconocido, porque nadie expresó mejor la náusea del siglo XX exhalando el humo denso de un cigarro. Ya no lucho por nada, excepto por mí mismo, me dijo la otra noche, mientras me ofrecía un salvoconducto por el que todo el mundo mataba. Ojalá todos los amigos fueran así.
La última noche de Reyes la pasamos bebiendo en su apartamento. A Rick no le gusta recordar su infancia, porque asegura que es el único regalo que el tiempo aún no ha mancillado. Yo también recuerdo la mía. Mi memoria se revuelve recordando los partidos de fútbol sobre una cancha alquitranada y bajo los palos oxidados de una portería cuyas marcas el viento y la lluvia ya han borrado. Pero ahora la emoción de aquellos días ya no es algo nuevo, sino algo conocido que regresa convertido en un viejo fantasma del pasado que nos visita cada noche de Reyes Magos.
Con la botella vacía, Rick volvió a repetir que el cine es el único arte capaz de convertir a una pobre prostituta en una honrada mujer dispuesta a salvar al mundo de todas sus miserias. De alguna forma, nosotros amábamos a ese tipo de mujeres que siempre nos traían problemas. Por la misma razón, siempre escapábamos de aquellas otras que se esforzaban en ser discretas. Completamente borrachos, derribados pero nunca destruidos, nos subimos al piano de Sam. Guiados por su melodía, volvimos a navegar sobre viejas historias que el alcohol había resucitado. En la noche de Reyes, qué mejor que engañar a las horas esperando disfrutar de días mejores.

martes, 5 de enero de 2010

Tino Vetusta: «Por absoluta vanidad, un librero de viejo aspira a tener todos los libros del mundo»


No hay melancolía en sus palabras ni tampoco el barniz de la nostalgia, pero lo cierto es que el librero de viejo Constantino Gómez (Tino Vetusta) abandona Gijón en unas semanas rumbo a Madrid. A más de uno se le revolverá la memoria de gratos recuerdos, conversaciones fértiles e inútiles y el perfil de un hombre de buen dejo, afable y diletante, que regentó una cueva atesorada de libros. Es el momento de la despedida.

-A medida que transcurren los años, ¿uno necesita desprenderse de los objetos para ser más feliz?


-Todos tendemos a dotar a los objetos de un sentimiento. Se trata de un sentimiento bastante elaborado, aunque sólo sea por el tiempo. En los libros, el soporte sentimental es un adorno mal digerido que forma parte del estatismo proclive de las personas. Mientras no estorban, los libros permanecen en las estanterías, aunque yo diría que estorban a los nuevos libros que aún están por llegar.

-¿Esta librería ha estorbado a alguien?


-Esta librería no estorba, pero sí perturba o, al menos, inquieta, porque no ha sido comprendida. Tampoco la intentaron comprender quienes se acercaron a ella. Uno se da cuenta de esto por las expresiones de la gente cuando contempla su escaparate. Pienso que el vecino que transita la calle de La Merced se incomoda porque cree equivocadamente que este lugar es un templo o un lugar un tanto esotérico, regentado por un tipo que no es de fiar. Por eso no traspasaron el umbral del conocimiento que les hubiera dado otro tipo de relación personal con la misma.

-¿Será cierta desidia de la ciudad?

-Pienso que puede ser ignorancia. Una de las condiciones más terribles del ser humano es su ignorancia. La especulación, la curiosidad y el meter la nariz donde no te importa, empujado por el acicate de ver qué es lo que hay al otro lado de una puerta, queda castrado por la conciencia plana de los individuos que se sienten confortados en la ignorancia. Por eso, sufren con esta librería una indiferencia incómoda, lo que no deja de ser una curiosa contradicción. La librería de viejo fue recibida con el desdén que provoca la desidia, la vejez y el abandono. Un policía me dijo en una ocasión «al menos, es mejor que andar robando».

-Madrid abre una nueva puerta.


-Marchar de aquí es una purificación personal. Sin abandonar del todo la profesión, me atrae la idea de empezar de cero, siguiendo la ruta profesional marcada desde hace más de treinta años. Esta expectativa me produce un enorme placer. Con sesenta años (soy consciente de la edad que tengo, no soy tan imbécil), física y mentalmente no me veo con esa edad.

-¿Gijón es un capítulo excesivamente releído por Tino Vetusta?

-A tal extremo que ya conozco su final. Los lectores de novelas, tanto policiacas como amorosas, llegan a un momento de su lectura en el que sólo ansían el final. El final aquietará al lector. Gijón perdió interés para mí porque ya llegó a su fin.

-¿Hubo muchas erratas en esa lectura de la ciudad?


-No hay texto sin erratas. Todos los textos las tienen. Defiendo que lo mejor de las personas son sus imperfecciones. A las personas que amé, las amé por sus defectos. Quién podría vivir con una mujer perfecta.

-¿Cuáles han sido sus mayores imperfecciones?

-Lo tendrían que decir otros. Hay quien asegura que uno aprende de sus errores y mi mayor acierto ha sido aprender de todos ellos. Honestamente, cometí más de un fallo: por un exceso de timidez o de pudor, no he sabido darme a conocer a los demás. Fingí exageradamente algún aspecto negativo, sin duda, para preservarme del daño que pudiera sufrir y, la verdad, no me salió bien. No supe mostrar quién era y, naturalmente, no me supieron comprender. Todos nos formamos un personaje, no para mostrarnos, sino para escondernos. Hay una pose necesaria en todos los individuos: una pose para beber, otra para fumar, otra para vivir. Creo que la mía nadie la entendió.

-El primer Gijón de Vetusta es noctívago y canalla.

-Absolutamente. Siendo joven, tuve la suerte inmediata de disponer de dinero. Era una especie de aval para el divertimento. Si luego me acompañó cierta gracia expositiva y una galanura personal, estaba obligado a ser un canalla nocharniego con suficiente irresponsabilidad y bastante bebida, que disfrutaba de las discusiones acaloradas y, por supuesto, estériles, como toda buena discusión. Quizá tuve más novias de las deseadas.

-Y se pasó mucho tiempo transitando de hotel en hotel.

-Fui un bebedor incontinente. En el fondo, había mucha disconformidad conmigo mismo. Descubrí una manera de atenuar la indignidad que produce el alcohol, escondiéndome en los hoteles. Una de las trampas que uno se hacía a sí mismo, muy grata, por cierto, consistía en ir a un hotel y vivir allí un tiempo indeterminado. Entonces no tenía la referencia de los otros, ese lado, según mi concepto, acusatorio que tenemos todas las personas.

-¿No temió convertirse en otro mueble de hotel?

-El hotel es un reducto de acogimiento casi materno, al menos, pacífico, y era lo que buscaba y encontraba entonces. La gente de los hoteles es absolutamente neutra e indiferente en el trato y, en algunos casos, complaciente e incluso comprensiva. Respecto a las habitaciones de los hoteles, me sucede lo mismo que con los libros. Cualquier objeto que ha usado otra persona me obliga a preguntarme quién la utilizó antes que yo. Qué sucesos trágicos o amorosos sucedieron en ella. Lo mismo me sucede con los espejos: cuántos ojos se reflejaron en ellos.

-¿Cuándo necesitó quitarse el gabán del santo bebedor?


-Dejé de beber radicalmente, no por propia voluntad, porque mentiría, sino por obligación. Recuerdo que la última resaca duró tres días. Prometí entonces que no volvería a beber. Ya sabe que un alcohólico no puede volver a beber. Yo lo sabía. Y hasta hoy. De todos modos, no percibo que haya vivido en un submundo. Yo no lo llamaría así. Se trata de algo más personal y en ningún caso circunstancial, porque el alcohol te conforma en muchos sentidos, negativos siempre. Los literatos hablan del poder creativo de la bebida y de las drogas y todos reconocen después que aquello que dijeron era falso. Estoy seguro de que Bukovski sería el mismo genio sin los efluvios del alcohol.

-Tino Vetusta es todavía el único librero de viejo de Gijón.

-Un librero de viejo aspira a tener todos los libros del mundo y ser el único del mundo. No porque le reporte más dinero, sino por absoluta vanidad. Es un hecho muy borgiano, quizá porque Borges fue bibliotecario, una manera distinta de ser libero de viejo. Por otra parte, el librero de viejo tiene un sentido cinegético muy acusado y un sentido aguzado de la seducción para conseguir algo, en este caso, un libro, aunque lo más paradójico de todo es que un librero de viejo comienza con diez mil pesetas y ningún libro y termina con diez mil libros y ninguna peseta.

-Se despide de Gijón sin ningún rencor.

-Nunca tuve rencor ni tampoco envidia. No son buenos compañeros de viaje, porque sólo suponen inconvenientes en el camino. La envidia, el resentimiento, el odio o el rencor generan necesariamente un malestar espiritual para conmigo y para los demás. Entonces, lo eludo, aunque sólo sea por comodidad.

-¿Está preparado para las despedidas?


-Uno nunca se despide. No vine, luego no me voy. Yo recalé en esta ciudad por obligación. Nunca nos hicimos el uno al otro. Ella no fue una buena novia o yo no la supe cortejar. En cualquier caso, la despedida no es ni añorante ni rencorosa. No tendría que despedirme de la ciudad, sino de personas singulares. Tampoco existe desagradecimiento, porque viví dignamente en Gijón. Pero los dos debemos reconocer que la relación de tú a tú no fue muy fructífera y, si lo fue, en todo caso, lo sería para ella y no para mí. Pero si me encontrara a un extranjero, le diría que viniera, que disfrutara de su paisaje y de sus vecinos y que escapara de sus restaurantes.