viernes, 19 de febrero de 2010

Pirómano


José María Aznar ha dicho en la Facultad de Económicas de la Universidad de Oviedo que Zapatero es un pirómano, un tipo que se ha fundido este país. Apela al desastre como los pirómanos al fuego, ese fantasma rojo que purifica al mismo tiempo que deja tan sólo el rastro de la ceniza. Mientras tiembla el misterio de la Bolsa y estalla la economía española en el «Financial Times», Aznar juega con fuego en la vetusta ciudad de Oviedo como un diminuto y ridículo Maquiavelo dispuesto a levantar el dedo, encender la cerilla, quemar el foro y sonreír a los enemigos con el bigote torcido. Siente nostalgia del caudillismo y los regímenes fuertes. Aún defiende el liberalismo salvaje para solucionar la depresión actual y está convencido de que la economía se levanta espoleando la ingle de los trabajadores. Quizás es Aznar el pirómano que disfruta contemplando a los socialistas achicharrándose como boquerones en el Congreso de los Diputados. Sabe que la solución final consiste en no dar soluciones. Y todo esto que sucedió ayer, entre gritos y abucheos propiciados por la joven algarabía de la izquierda, nos invita a pensar en José María Aznar.
Al presidente del Partido Popular siempre se le valoró por su crueldad antes que por su tibieza. A los españoles siempre nos gusta un gobierno con cierta leyenda negra. Un tipo mediocre que esconde una mano de hierro tiene mucho misterio y eso nos interesa, qué se le va a hacer. Tengo la impresión de que Aznar fue un gobernante frágil, torpe y provisional que supo hacerse con el poder a través de la experiencia y, lo más importante: también fue capaz de desprenderse del cargo, sin por ello dejar de morder en la yugular como un perro implacable. Sin embargo, su soberbia y ese gesto pétreo y hermético que sólo se descompone cuando le da por la ironía, nos descubren que su mayor pecado es tomar a los españoles por simples analfabetos.
Asegura haber leído a Ortega, cree comprender a Ortega. Yo no lo veo así pero, gracias a este tipo de confesiones, hemos descubierto que el mayor peligro para la democracia es confiar a un político el mensaje de un filósofo. La vieja derecha de los escudos y los ducados, los bancos y los caballos, dio paso a través de José María Aznar a la moderna derecha de los inspectores de Hacienda y los registradores de la propiedad, transformada ahora en oscuros testaferros y aspirantes a concejal. Las nuevas generaciones, más violentas y anacrónicas, buscan el Ferrari a través del escaño e invocan a los mitos del fascismo sin haberlos leído. En esa mitología errada han consagrado a José María Aznar, que con una pose entre castiza y hitleriana prende la mecha del guerracivilismo todas las mañanas.
Hubo un tiempo en que la derecha recién refundada por Aznar pretendía parecer moderna, progresista, liberal. Curiosamente, no pasó de ser la calderilla de un vaquero tejano que gobernaba el mundo con las botas puestas encima de la mesa.

viernes, 12 de febrero de 2010

Palabras para Carla


A veces, desaparezco en la escritura, me demoro en las palabras. Quizá la literatura sea eso, una analogía de la vida dentro de la vida, la resurrección de la idea sobre un pentagrama repleto de signos y tipografías hormigueantes. Se lo explico a Carla, mi sobrina, que apenas tiene un año y medio y no comprende nada o finge que no comprende. No sé.
Yo la contemplo como un hermoso fragmento dorado, sin tiempo ni amenaza. Carla es en esta columna la representación más fiel de la vida, ahora que comienza a abrir su mirada al paisaje, a los hombres, a las cosas, ahora que distingue mi rostro de un dibujo animado, ahora que juega y me señala. Gracias a ella aprendo que el mundo es todo lo que está fuera. Por eso coge cosas del suelo, escala sillas, se encara con las musarañas. Todo lo que es nuevo la fascina, lo devora y lo asimila.
Me abandona por el mundo de los objetos y yo me convierto ante sus ojos en otro objeto con el que ríe, juega y disfruta. También soy el camarada que explora con ella la oscuridad del pasillo, escudriña rincones, deposita su memoria y su confianza. Cuando paseo con Carla, me siento un desterrado del futuro. Ahora comprendo que le pertenece a ella. Comprendo que el porvenir está dormido en un niño; todo se hace instante, presente inmediato, gota de agua, tiempo vívido e impensado. De modo que es inútil meditar sobre el futuro: a su lado, me siente exiliado del porvenir.
Será la razón, el orden, el paro los que me distancian del niño que fui y me acercan a un presente azaroso y corrupto que sólo se despeja ante los ojos de Carla. Por eso vuelvo a ella, porque me devuelve a un mundo sencillo, doméstico, manejable. Carla no tiene programas, se incorpora inmediatamente al clima, todo le sonríe. Y con sus pasos menudos va tomando el planeta, entre caricias crueles y tiernos arañazos. Consigue que su gesto sea una noticia. Todo en ella es violenta actualidad. Ha convertido el hogar en un bosque donde las cosas cobran vida, actúan con ella, la necesitan, mientras que uno ha pasado a formar parte de otras noticias. Entonces descubro que un snob es un niño dentro de un abrigo de Ives Saint-Laurent, un sucedáneo de niño, una mala copia de un niño que busca ansiadamente lo nuevo, cuando lo nuevo sólo se descubre si uno es realmente un niño, si uno es Carla reduciendo constantemente el mundo a una pelota.
Me gustaría volver a sentir ese cuajarón de existencia que el lenguaje me ha robado y participar del idioma de la fruta, del lenguaje manual de la cuchara o de la manta. Y observo que en ella comienza a penetrar el idioma del tiempo. Descubro al animal que dialoga con toda la guturalidad del lenguaje incipiente, tan rudimentario, tan eficaz y tan simple. La sorprendo adentrándose en la profundidad de la mañana, encendiendo breves palabras como leves luminarias.