jueves, 31 de diciembre de 2009

Cuento de navidad


El viejo Dixie nos contaba historias de boxeo a la salida del gimnasio con entusiasmo. «La pelea contra Mohamed Alí fue durísima. Julius noqueó a Alí en el octavo asalto, pero aquel negro se levantó como si nada lo hubiera tocado. Aquello fue un castigo mutuo hasta el decimoquinto round. Después Alí lo derribó tres veces y, finalmente, Julius perdió por knock-out en el último asalto; fue una pena porque en este barrio nuestro Julius ha sido un campeón sin corona. La única forma que tuvieron de hacerle besar la lona para siempre fue disparándole por la espalda un buen escopetazo. Se lo cargaron con treinta y tres años, pobre chico. Muchos opinaron que había muerto a la edad de Cristo. Qué estupidez más grande».
Dixie enseñó a los chicos que escapar del dolor es una reacción natural, pero si eres un boxeador debes ir a su encuentro. Retorcido como un perro en la esquina del cuadrilátero, Ringo recordó las palabras pronunciadas por Dixie, cuando le preguntó por qué Rocky Marciano nunca había conocido la derrota. «Rocky iba siempre al encuentro del dolor, muchacho». Ringo, el mejor boxeador que ha dado el club en mucho tiempo, también acudía siempre al encuentro del dolor. Cayó sobre la lona de otro cuadrilátero a muchas millas del Madison Square Garden y nunca llegó a ser Rocky Marciano, pero en la pandilla lo quisimos como a un héroe. No conoció el triunfo, pero siempre nos hizo soñar.
Nadie se acuerda del tipo que venció a Ringo aquella noche, pero Dixie nunca olvidará la tristeza que sintió al ver a uno de sus chicos caer al suelo como un juguete roto. En momentos como ese, cuando te están castigando los costillares sin piedad, uno no suele pensar en Dios. Pero Ringo pensó que Dios no existía durante los tres primeros asaltos. En el siguiente round también pensó en lo insignificante que un hombre podía llegar a ser fuera del cuadrilátero y lo bueno que sería no sentir aquella paliza. Sin dolor todos seríamos tan perfectos como una cucaracha. Auténticos supervivientes de la bomba atómica. Esa podía ser una gran ventaja, pero entonces no habría boxeo. Superar el dolor, sobrevivir a una bomba. Allí estaba Ringo, al encuentro con el dolor, como le había dicho en una ocasión el viejo Dixie.
Sobre el cuadrilátero todo son franjas horizontales. Te sientes ajeno a los gritos del público y el mundo parece tan simple que lo reduces a unas cuantas normas de boxeo. Pero todo es más complicado fuera del ring. Los matones de Borsalo se presentaron en el vestuario antes del combate. Dejaron en su taquilla cuatro mil dólares guardados en una bolsa de plástico, perfectamente empaquetados en billetes de cien. Ringo no se molestó en contarlos. Se curó las heridas y después se despidió del viejo Dixie, como hacía cada tarde, con un fuerte abrazo. Los copos de nieve cayeron con sigilo. Los muchachos, apostados sobre el muro del gimnasio, saludamos a Ringo tras su última derrota y el ala negra de un grajo cruzó el cielo vacío del barrio.

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