sábado, 31 de octubre de 2009

El origen del mundo


Sobre la cama parecía una mujer completamente vulnerable, pero a ojos del pintor, lo que había, ante todo, era un cuerpo honrado, despojado de certezas, preñado de enigmas, hermoso y delicado. Después, Gustave Courbet comenzó a dibujar su coño hasta transformarlo en una obra de arte: entre las piernas abiertas, sin rostro, situado frente al espectador, alejado de cualquier duda, como un ejemplo femenino de sinceridad absoluta, titulado «El origen del mundo», que nos empuja a investigar los misterios de una mujer que desde 1886 cambia constantemente de significado.
Más de un siglo después el editor Pablo García Guerrero y yo fuimos a París a descubrir «El origen del mundo», que se exhibe desde 1995 en el museo Orsay, junto a la ribera derecha del Sena. Viajamos hasta la gran ciudad, simplemente porque nos apetecía contemplar aquel hermoso pubis sobre el que divagábamos constantemente, familiarmente, como si, de antemano, ya nos perteneciera.
Existen coños cinematográficos y de papel couché, eternos y mercenarios, diáfanos como estatuas griegas y oscuros como boca de lobo, boscosos que ocultan su sonrisa y su memoria y otros afeitados que nos descubren alegremente toda su geografía. El de Courbet, «El origen del mundo», es misterioso y portada del libro escrito por Thierry Sabatier con el que la editorial asturiana Trea inaugura una nueva colección de heterodoxos ensayos sobre arte.
«El origen del mundo. Historia de un cuadro de Gustave Courbet» es la gran historia de un pintor y una mujer anónima y secreta del siglo XIX que nos fascina y a la que amamos porque puede ser cualquiera. Por eso fuimos a París, a la busca impaciente de aquel objeto huérfano y peregrino que sería adquirido entonces por un diplomático y coleccionista turco, Khalil Bey, al que le gustaba la buena vida. El diletante lo escondía en su apartamento tras una cortina verde que descorría para sorprender al personal que venía de visita. Nos cuenta Sabatier que después lo compró un barón húngaro de origen judío, Ferenc Hatvany, y que se lo llevó a su palacio de Budapest. El pobre barón tuvo que escapar durante la invasión nazi, momento en que el cuadro desapareció, aunque dice el autor que no fue tanto por los nazis como por los soviéticos cuando entraron con sus tanques en Hungría. Su último propietario, antes de que lo adquiriera el Estado francés, fue el psicoanalista Jacques Lacan, que lo tuvo en su casa, también oculto, tras otro cuadro.
Atravesado por la constancia de los días, nuestro ojo se extiende sobre la luz que emana de ese cuadro como un manantial de energía. Entre muslos de media tarde, su vulva de bosque acumulado protege la esperanza de que algún día vuelva el guerrero a envainar su espada.