lunes, 13 de abril de 2009

Una cuestión de honor


«Cuando fuimos al lugar del accidente, meses después, encontré galones militares y esferas de relojes de los nuestros. El Imán tenía las chapas de dos de los muertos ¡y todo eso era, según Defensa, con lo que los habían identificado!». Son las palabras (publicadas hoy en el diario El País) del padre del sargento Francisco Cardona, víctima del accidente aéreo del avión Yak-42. Este hombre, junto al resto de los familiares de aquel trágico suceso que fulminó la vida de 40 militares españoles, intentará que los forenses turcos que practicaron la identificación de los cadáveres, testifiquen esta semana en la Audiencia Nacional, cuyo proceso está en manos del juez Javier Gómez Bermúdez.

Ayer supimos, gracias a estos forenses, y a través del diario El Mundo, que el General Navarro, encargado de trasladar los muertos a España, acudió a la identificación completamente borracho. «Estambul era una fiesta», titulaba este periódico en su crónica dominical. Navarro y los comandantes José Ramírez y Miguel Sáez están acusados por un delito de falsedad documental y lo cierto es que, a medida que se indaga más en este asunto, la mierda es cada vez más oscura y huele mucho peor.

48 horas después de que se estrellara el avión, se efectuaba el traslado de los militares a España. Hubo funerales con todos los honores y la presencia del Rey. Los mandos de Defensa y el propio Ministro Trillo aseguraron que se había efectuado la identificación completa de todos los cadáveres, cuando la realidad era otra completamente distinta. Según los forenses turcos, extrañados por la celeridad de la repatriación, obligaron a los españoles a firmar un acta que declaraba que los cuerpos no habían sido bien identificados y que se comprometían a hacerlo en España. Por todos es sabido que no fue así. Un año y ocho meses después se produjo la exhumación de sus restos. Otro análisis forense demostró que en un mismo féretro había miembros de distintos soldados. Cuatro años después, el asunto llega a la Audiencia Nacional y tras la Semana Santa, este miércoles, se reanudan las declaraciones.

Aseguran las familias de aquellos cuarenta soldados que fueron tratados como locos y como perros por los mandos militares españoles a lo largo de todo este proceso. Después fueron ascendidos. De modo que este asunto se ha quedado en una cuestión de honor y dignidad. Pero el honor y la dignidad, en España, todavía importan, afortunadamente. «Tuve honor y tuve amor, eso es todo cuanto sé de mí» dice un verso de Calderón.

Las familias tienen derecho restituir el honor mancillado de sus hijos, padres y maridos, y sólo será así cuando el juicio aclare por qué hubo tanta prisa en enterrar a aquellos soldados, a quién le interesaba que esto se hiciera así y qué pena pagarán por ello.

Pero más interesante todavía es saber por qué cuarenta militares españoles volaban hacia España en una tartana con alas y por qué no se imputa a Federico Trillo y a José María Aznar en este juicio por su negligencia y su desidia. No entiendo por qué el juez Bermudez no requiere a estos dos hombres, en su sala. Es curioso, triste y alarmante que ninguno haya tenido valor suficiente para confesar que aquello fue una auténtica chapuza. Entonces era más importante ganar unas elecciones que asumir un error que habría puesto en entredicho todo su amor a la patria.

Casi seis años después, aquellos soldados se le aparecen a Trillo como una tragedia shakesperiana. Creyó salvarse del desastre tras la derrota electoral del 2004, refugiándose en sus memorias y preservándose en los dramas de Shakespeare. Pero se equivocaba entonces como se equivoca ahora. Nada se puede cuando se reclama con justicia un desagravio para los muertos y un castigo para los canallas. Al antiguo ministro de Defensa le perseguirá hasta su tumba la voz de aquellos hombres que fueron vejados y vilipendiados. Federico Trillo puede ser un especialista en Shakespeare, pero está claro que no ha entendido nada.