martes, 12 de mayo de 2009

Antonio Vega


Tenía la voz suave de la bruma y el color de la hepatitis. Sus ojos se escondían en dos cuevas y el tiempo le había machacado la sonrisa. La droga se llevó hace diez años la salud pero le respetó una voz perenne, casi adolescente, y el tiempo suficiente para morir joven todavía.
Se dejaba llevar por la música que salía de su guitarra y sabía que su vida estaba escrita con versos del ayer, así que pensó que era mejor recordar antes que ver el humo de un cigarrillo dibujando un presente incierto, un futuro escaso y una muerte segura.
Las discográficas convirtieron sus canciones en estatuas de sal pero él ya era entonces un ícono de otra década que acertó a vivir como quería, aunque nunca llegó a comprender en qué diablos acertaba. Era el tipo serio que cantaba, el de la mirada triste, un coleccionista de nubes de verano, un cantante cansado, que nos mira al otro lado del camino.